El color de tus tacones

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Ese fin de semana había verbena en el barrio. Esperábamos en el andén del cercanías la llegada de nuestro viejo amigo Mario entre chistes, risas y bravuconerías propias de la edad, y para grata sorpresa de los chicos de la pandilla –y suspicacia malintencionada de las chicas–, se presentó acompañado de su prima, de nombre Tina, pelo ondulado y un metro setenta de altura, aumentada en al menos ocho centímetros por los zapatos de tacón de aguja modelo Navigation que vestía –este último dato me fue suministrado por mi buen amigo Pareja, grafitero en sus momentos de rebeldía que para esas cosas tiene un ojo clínico que raramente falla–. Intenté el acercamiento desde el primer instante, pero todos mis esfuerzos por romper el hielo se estrellaron estrepitosamente contra los muros de defensa levantados, sin razón aparente, por la chica.

La noche transcurrió con su ritmo implacable. La luz del alba aumentaba y con ella disminuía mis probabilidades de llamar la atención de Tina. Ya cercana la salida del primer tren de la mañana, viendo en ello mi última posibilidad, sugerí acompañarla hasta el kiosco de helados, a lo que ella accedió con un bufido al ser el único de la pandilla dispuesto a abandonar la copa que tenía en la mano. No hablamos por el camino; la situación no podía ir a peor. O eso pensaba yo, pues no sólo empeoró sino que se puso realmente peligrosa cuando Tina no encontró el dinero con el que pagar el pequeño capricho de precio desorbitado. El dependiente, visiblemente ebrio, interpretó que Tina quería engañarlo descaradamente, y no me dio tiempo a interceder con el puñado de monedas que aún me alumbraba cuando ya teníamos la punta de una navaja rasgando el aire ante nosotros salida de Dios sabe dónde, tras siete estallidos –clac, clac, clac, clac, clac, clac, ¡clac!– que aún hoy, después del tiempo transcurrido, recuerdo con los vellos de punta.

Indefenso ante la situación, sorprendido de mi propia estupidez, esgrimí ante los ojos del individuo un miserable cucurucho de helados, empuñándolo hacia abajo como había visto hacer a Jason Bourne con un bolígrafo. Patético ¿no? Pero fue Tina, y el afilado tacón de su zapato derecho clavado a escasos centímetros del rostro del tipejo, la que nos proporcionó los segundos necesarios para huir como alma que lleva el diablo, encontrando refugio en la oscuridad proyectada por la tómbola. Viendo a Tina descalza de un pie y con restos húmedos de cucurucho en mi mano aún cerrada con obstinación, la risa dio por hacer su aparición, aflojando tensiones y haciendo tambalear las barreras. Pero ya era tarde; el tren saldría en breve y con él lo haría Tina, alejándose para siempre de la estación solitaria que llevaba mi nombre.

 

*        *        *

 

Despedíamos a Mario y a Tina. Mi amigo Pareja estaba junto a mí, contemplando desde el filtro de su sensibilidad artística la anodina franja de cemento que constituía el andén. «¿Recuerdas el edificio que había antes aquí? Era un viejo pabellón del 29, hermoso en todos sus detalles, y lo derribaron para que hasta nosotros llegara el “progreso”…»

–¿Ves a esa chica? Debería salir conmigo…

Pareja me miró desde su metro noventa de altura, la mueca evocadora convertida en la sonrisa libre de ironía que reservaba para los suyos; para su viejo amigo enamorado hasta las trancas de una chica de pelo ondulado y un solo zapato, y para aquel otro chico de mirada soñadora por el que salía al amparo de la noche a la caza de un muro, un vagón de metro o de la cancela cerrada de un local donde dejar constancia de su amor prohibido, escribiendo «Pareja» con agresivo trazo de spray.

–¿Se lo has dicho a ella?

–No quiere saber nada de mí.

–¿Por qué?

–No lo sé.

–Pues pregúntaselo. No te queda mucho tiempo.

»Hasta de un bloque de cemento puede crecer algo que merezca la pena.

 Y fui a preguntárselo; no me quedaba mucho tiempo.

«¿De qué color son los tacones de mis zapatos? –fue su críptica respuesta–. Para llegar a mí deberías haberte interesado por todo lo mío, y no contentarte con calibrar mi culo, que es lo que has hecho desde que nos presentaron –lo que era cierto, imposible negarlo–. Tu oportunidad pasó». Y así era, pues con un zapato perdido en la cueva del monstruo del helado y con el otro oculto bajo su brazo me era imposible responder a la pregunta de la enigmática esfinge de pies descalzos: «¿De qué color son los tacones de mis zapatos?».

Pareja carraspeó. Sabía la respuesta, pero no me la podía revelar abiertamente si quería llegar a Tina. Sentía su presencia a mi lado; uno junto al otro como cuando vimos a Tina descender del vagón, mis ojos embrujados por la tensa tela vaquera de sus pantalones mientras mi amigo… Sus palabras de entonces rasgaron las tinieblas de mi cerebro embotado –«Ocho centímetros… tacón de aguja… modelo “Navigation”» –, y ante mis ojos pasó el anuncio televisivo de las Navigation, música electrónica incluida, defendiendo las bondades que las hacían únicas en el mercado. El característico color de sus tacones… La respuesta que se me pedía.

–¡¡Verde!! –grité a la espalda que ya se desvanecía en la penumbra del vagón.

–Fallaste por muy poco, vaquero…

–Verde… el derecho. Rojo el izquierdo –y entonces se dio la vuelta, mirándome con esos ojos que ahora me contemplan desde la cocina de nuestro piso, preguntándose en qué pienso para sonreír de esa manera.

Aún no le he confesado que fue mi amigo Pareja y su interés por la moda femenina el que me dio la clave del enigma. Y nunca se lo diré; he sido testigo y blanco de su ira en más de una ocasión. Pero desde ese día nadie me puede echar en cara que no me haya interesado por todo lo suyo. Y como dijo Pareja: «Hasta de un bloque de cemento puede crecer algo que merezca la pena». Y así ha sido, hasta el día de hoy.

 

B.A., 2016


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