Darth Vader

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Cuando era niño, solía hacer películas con mis figuras de acción, batallas épicas que siempre dejaban como héroe, ya sea vivo o muerto, a Darth Vader, mi favorito entre todos. Quizá eso ya daba indicios de lo que soy ahora, quiero decir, mi muñeco favorito era el único de color negro entero. Quizá sea el trabajo de los especialistas, de la psicología, pero si un niño de ocho años se identifica con un muñeco –entre todos los que tiene– de color negro, ya te dice muchas cosas. Lo bueno de todo esto era que Darth, siempre era el héroe. Imagínate ya siendo de color negro y villano, el que escribiría esto sería un asesino en serie. Seguramente estaría escribiendo esto desde alguna celda, durante algún rato libre de su cadena perpetua.

Ya de adolescente, las batallas plastificadas perdían sentido, intensidad, los buenos  argumentos se perdían en la niebla. La imaginación era reemplazada, mejor dicho, desplazada,  por la vergüenza. La vergüenza de ser visto por mis padres, con esa expresión burlesca oculta en una muy mal fingida sonrisa de afección. La inocencia aún estaba ahí atrapada en un frasco. El estereotipado frasco de las diferencias, del qué dirán. Del misterio escondido en los diálogos de mis padres antes de dormir. De las conversaciones abiertas en el almuerzo con las visitas.

No pretendía ser juzgado como el adolescente que aún juega con muñequitos. Como el manganzón que sigue haciendo niñerías, no señor. No iba a dejar que eso suceda en mis días de testigo. Sería uno más del montón, cambiaría el objetivo. Mi imaginación no crearía más escenas de acción y heroísmo, de ahora en adelante se encargaría solamente del romanticismo y el erotismo. La era de las chicas, el peor reemplazo que un amigo plastificado pueda tener. Pero así es la vida. Nada cambia por dentro, sin embargo, por afuera todo es diferente.

Dicen que todos llevamos un niño dentro, aun ahora recuerdo lo bien que la pasábamos mi imaginación y yo. Lo buen peleador que era Darth Vader, Robin, Batman, Superman. Y sí, lo recuerdo con esa nostalgia intocable de la memoria que ahora está sellada en la mente. Y que a punto está de ser aplastado por otros recuerdos, más importantes, y sin embargo, menos felices. Pero así es la vida. Hoy juego con el reemplazo de mis amigos de plástico, mientras ellos están apilados dentro de una caja en cuya etiqueta está aún la tinta fresca de INFANCIA.

Infancia. Felicidad. Para mí son lo mismo. No recuerdo época más alegre que mi infancia, es una pena que no podamos ser niños por siempre, que seamos obligados a escoger los vicios banales del día a día en vez de la ingenuidad y la franqueza. Pero lo entiendo, no todo puede ser felicidad, debe haber situaciones que nos pongan a prueba, que pongan a prueba nuestra existencia en este mundo. De otro modo, llegaríamos al crítico punto de preguntarnos, para qué vinimos a este mundo, cuál es el motivo de nuestra existencia. No es otro que vivir, vivir y vivir. No simplemente sobrevivir, sino encontrar la felicidad después de la felicidad. Encontrarla y tenerla ahí siempre  con nosotros. Como la sombra que nos sigue cada noche.


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