A Carmina la conocí cuando cruzaba la adolescencia. Se mudó a nuestro barrio en pleno verano, cuando los carnavales nos hacían salir a divertirnos y regresar a casa empapados. Bastó menos de una semana para convertirnos en amigos. Debo admitir que era fácil interactuar con una chica como ella. Si bien yo no era una persona de lo que se dice sociable, Carmina parecía entender bastante bien al sexo opuesto. Si no la miraba, sentía que hablaba con un amigo más, algo bastante inusual en la edad en que los estereotipos se siguen al pie de la letra.
Su familia proviene de Pisco, una tierra olvidada por el gobierno y por el tiempo mismo. La crisis en la que se encontraba el lugar, obligó a su padre a llenar su camioneta con los cachivaches de ella y su madre y así partir a la capital con la esperanza de que la suerte no se le ponga caprichosa aquí también.
Tardé tres años en darme cuenta de que quería algo más con ella. Y con el galán que llevamos dentro, hacia ella fui con decisión. Al poco tiempo ya entraba y salía de su casa como si se tratara de la mía, tenía a doña Luisa la mujer por la cual Carmina heredó esos ojos color miel contenta, ve tú a saber si no más que a la hija. Pero cuando la edad de la punzada llegó con su intolerable fuerza, los problemas empezaron. Carmina se rehusaba a llegar más lejos. Proclamaba ese arcaico pensamiento de la pureza hasta el matrimonio y no se la puede culpar, era el modo de vivir en ese entonces. Así que de ese modo anduvimos por poco menos de dos años. Cuando la curiosidad y el deseo pudieron más, conocí a Gabriela, aquella argentina despampanante.
Quien se convertiría en la razón por la cual mi relación con Carmina se marchitó siendo pisoteada en más de una ocasión, por la cual doña Luisa me daba esa mirada de desprecio al traidor y también la razón por la cual don Víctor cambió sus efusivos apretones de manos por forcejeos para no visitar más su respetable hogar. Pero nada puede hacer un adolescente cuando las hormonas efervescen por el contacto de una lisa piel. No tuve que esperar mucho para que Gabriela se convierta en mi primera mujer, aunque la estadística no era recíproca: yo jamás podré decir que fui el primer hombre de su vida.
Aprendí mucho en ese cuarto suyo en esa cama suya, para ser precisos. Toda la timidez parecía desvanecerse en aquellas ropas sueltas, fáciles de desprender. Con ella fui testigo del gran poder que el sexo tiene sobre la mente humana, en especial sobre la masculina. Esa droga que adormece sin destruir. Esa búsqueda del placer por todos los medios, que parece hipnotizar. Sin embargo, fueron muchas las veces que creí sentir la felicidad con ella. Simple, sin necesidad de detalles, abierta al sexo como si del almuerzo se tratara. Completamente distinta a Carmina pero sin lograr superarla aún.
Aprendí a interpretar los deseos con la mirada, a apaciguar gemidos con una mano y hacer vibrar la piel con la otra, a friccionar dos cuerpos sin hacer ruido y a convertir la adrenalina de ser capturado en escena en el más placentero orgasmo. Gabriela me convirtió en un experto, me enseñó cosas que a mi edad eran bastante pertinentes no saber. Pero así como vino se fue. Y así llegó el día que temía, el día en el que me diría que ya no quería verme más, que ella quería divertirse más, antes de amarrarse con alguien. ¿Comprendés che? Y así sin más, me dejó con el ramo de rosas ocultándose detrás de mí, esperando hasta el marchite a que alguien lo recibiera.
No pasó una semana para ver a Gabriela acompañada. Se trataba de un aspirante a motociclista que asumía patéticamente el rol de muscles-man. Con unos tatuajes que transmitían una ridiculez inimaginable. Cuando los vi juntos, Gabriela evadió todo contacto visual, mientras que él me daba una mirada tan ofensiva que antes de asustar o herir, me obligó a soltar carcajadas. Pero tuvieron que pasar seis meses para emparejarme otra vez. De una hippie bastante extrovertida. De Natalia. El tipo de personas que te roba sonrisas sin razón alguna.
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