LA ESCALERA

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Viene a mi memoria de pronto, de forma melancólica, el recuerdo de mi escalera en aquel barrio de pequeños edificios homogéneos que daban todos a un jardincillo exterior, habitado por gente variopinta cuyo denominador común era la dura subsistencia del día a día. Allí, el derrotado agricultor del entresuelo que nunca sonreía a los niños, aposentaba su bicicleta en el zaguán, noche tras noche, embarrada de tierra recién regada, mientras desataba con calculado esmero el cestillo de mimbre de frutas del tiempo, resguardadas con sus propias hojas que las mantendrían frescas.   

 

Encima, en el primero derecha, vivía el respetado municipal, que con su ancha gorra de plato caída hacia un lado y su inútil pistolón, aquietaba a su paso a los endiablados niños que burreaban en la plazoleta, y que quedaban inmóviles como si el tiempo les hubiera detenido para siempre, creyendo que aquel buen agente, cansado ya por su avanzada edad, descargaría sus iras contra ellos; éste, impasible, ni advertía su estática presencia; solo pensaba en llegar al pisucho donde le esperaba su santa esposa, y darle unas caladas a un cigarro liado asomado al balcón, que tan solo distaba algo más de un  par de metros de la calle.

 

En el segundo rellano, residía la forastera maestra de párvulos, tan querida y tan temida por los nenes, cuando montaba en justificado enojo. En el piso de enfrente, moraba aquella vieja solterona  de las cejas retocadas al estilo de las putas de burdel barato, y que siempre andaba asomada a la puerta en permanente vigilancia, dispuesta a dar y recibir un ¡hola! que, seguramente, constituiría para ella lo mejor del día.

 

De arriba del todo, se desprendía un amable aroma del mismo guiso de la semana anterior, y la anterior y la otra, de la casa de aquella atractiva y enigmática dama que disimulaba sin éxito sus portentosas curvas; solo los vecinos sabían que no era viuda. Tan solo era la sufrida esposa de un camionero casi anónimo, por el tiempo que pasaba fuera de la escalera. Mi escalera.


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