Típica mañana de verano en la capital peruana para Matías. El peso de sus párpados sólo le recuerda que hoy empieza otra semana, larga y tediosa. Sin embargo hoy, después del par de panes con huevo y la taza de café, la rutina diaria continúa con el exhaustivo camino al trabajo. De camino al paradero, aun con huevo entre los dientes y el sabor a desayuno saliendo del estómago, pasando por la boca y terminando en el aire, Matías siente en una de sus pisadas que la vereda se ablanda, que huele mal y que es color marrón desagradable. <<El día recién comienza y ya sabe a mierda>> pensó, quizá en voz alta por las miradas repulsivas y burlonas que atrajo al instante.
Ya en el paradero, la visión se mancha con las manadas de buses que cubren las pistas y recogen gente como si los tragaran de un bocado. El paisaje natural de cada mañana lo conforman las personas dentro de las combis mirando al vacío, haciendo gestos de incomodidad mientras se rozan los unos a los otros, aplastados como ovejas en un rancho, peleando por entrar y también por salir. Cobradores saliendo de los micros antes de que frenen, agitando sus bolsillos llenos de monedas mientras vociferan direcciones a los cuatro vientos y muestran anuncios de madera con nombres de lugares concurridos. Y gente caminando de un lado para otro con maletín en mano y apuro en piernas como hormigas obreras en un inmenso jardín de concreto.
Después de analizar las opciones, Matías decide viajar en combi. Ser aplastado por todo tipo de personas y viajar agachado mostrándole el culo a algún desafortunado, valdrá la pena si el tiempo es corto. En cambio en un micro, tendrá que ir aplastado, sujetando una barra de metal por el cual otras veinte personas luchan para obtener el equilibrio perdido al mezclar velocidad y malas maniobras. Y además durante casi una hora. No está demás agregar que el viernes, optó por el micro y llegó tarde, ganando así, una puteada más en el trabajo.
Al entrar a la combi es habitual darle un cabezazo a la puerta, lo que dibuja una sonrisa en el rostro del cobrador y de aquellos que no usaban audífonos y pudieron escuchar claramente el ruido que hizo la cabeza al colapsar con el techo de la puerta. El sol naciente ayuda a subir la temperatura de los pasajeros y liberar esos líquidos escondidos en el cuerpo que convierten los viajes en una experiencia con olor a sudor. La música vernacular exaspera aún más el humor de quien ya está malhumorado de sólo ver al chofer de espaldas con ese largo mechón pintado con agua oxigenada y ese bigote de cuatro pelos por el espejo retrovisor.
La gente como Matías sólo espera que el viaje termine lo más pronto posible aunque el cobrador tenga una idea totalmente distinta y recoja gente en cada esquina. El chofer piense que es un guía turístico y que cada paradero es un punto más de observación. Y los hombres de verde simulen trabajar, usando sus silbatos y cubriendo sus manos con el par de billetes que recibieron de los choferes a los que detuvieron.
Dentro, se ven a las señoras contradictorias, aquellas que agitan abanicos hechos de papel y sin embargo, están forradas con chompas que parecen adheridas al cuerpo. Se ven a los hombres rozando a propósito a las mujeres y pretendiendo que no lo disfrutan. Se ven a las mujeres cuyas axilas no conocen las rasuradoras y sienten que es un orgullo mostrar la naturalidad velluda del ser humano en público. A las ancianas que se lanzan encima de uno, si no se les cede el asiento. No se pueden ver pero sí oler a las personas que ahorran agua y se bañan solamente de vez en cuando. Para Matías no es raro ser parte de ese ambiente, sabe que vive en una nación donde a pesar de los olores o mejor dicho hedores, las combis gobiernan en las pistas como los corruptos en la política.
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