Nunca jamás quise empezar a fumar, como tampoco quise empezar a quererte ni empezar a olvidarte, ni reencontrarme contigo en todas esas situaciones incómodas en las que ya casi había dejado de pensarte obsesivamente.
¿Por qué me traías mil veces el mismo perfume (en muñecas, cuello y hombros), por qué aireabas tu cabello como queriéndome castigar con él (como cualquier otro castigo, como el que suponía no poder tocarte, ni morderte el labio inferior cuando te besaba)? Levantabas ese nostálgico perfume (él era el más nostálgico de todos, porque siempre iba tras de ti, incluso cuando tú te olvidabas de llevarlo).
Y yo, nuevamente, mirándote en una cama en la que ya el perfume se había disipado en torno a las tres de la mañana, pero en la que en las sábanas y en mis manos, y en mi boca, se encontraba tu olor. Olor intenso. Nunca más debería volver a esas sábanas.
Levantaste la copa y dedicaste una sonrisa al aire, de esas que los más caprichosos interpretan para sí. La interpreté para mí una vez más y fumé ansiosamente.
"Algún día pillarás un cáncer". Qué poca delicadeza, y qué miedo me daba aquello. Por más que la dijeras nunca dejó de parecerme una expresión patética, como si pillar un cáncer fuese algo voluntario, un acto en el que uno alarga su mano hasta casi dislocarse el hombro y agarrase al cáncer de su camisa negra y su corbata roja y lo atrayese hacia sí hasta quedarse calvo de la impresión o de la quimioterapia. Nunca me esforcé en dejar de fumar.
Adiós querida, hoy levantaste el bolso de una forma tan particular que creo que no podré evitar escribirte durante meses.
-Podrías acompañarme al coche, a mi casa, a mi cocina, a una copa, a mi cama, al concierto de pasado mañana y después podríamos ver qué más sucedería.
-Nada.
-Tal vez, ¿vienes?
-Nunca tuve peores motivos para hacer lo que más quiero hacer.
Déjame querida, yo conduzco.
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