Hay un hombre en una celda. Tirita porque tiene frío. Pero sobretodo tirita porque tiene miedo.
Se acurruca contra un rincón mirándose los pies. Hay sangre reseca en sus tobillos. Los tiene
demasiado magullados como para sentir dolor. Varias ratas corretean por la celda de fría pie-
dra donde, por causa de la alta humedad, nace musgo de entre el suelo y las paredes. Lo que
menos le preocupa al hombre son las ratas, es más la indiferencia del hombre hacia ellas que
la de ellas a él. La luna invade su habitación colándose por entre los barrotes en forma de cruz
que hay a dos metros del suelo. La señal se marca en la cara del hombre como un estigma del
que sabe que no puede librarse. Él mira la luna y parece sentir la caricia de ésta como una ma-
no en guante de seda. Le reconforta a pesar del miedo. Siempre que ha estado solo sabia que
la luna siempre estaba allí en alguna parte del cielo, puede que tras las nubes o alumbrando en
algún otro sitio, pero estaba. A los ojos de ella se siente como un animal exótico traído de al-
gún otro lejano rincón del mundo. Lo que le hace dejar de mirarla por la vergüenza. Ella sigue
mirándolo un rato antes de seguir su camino por alrededor del mundo, no sin antes compade-
cerse de él. El hombre cierra los ojos y rememora el día que le ha llevado a esta noche. Ve a
su hijo corriendo hacia él por el campo cultivado de maíz que hay tras su humilde granja en el
campo. La cara de su hijo es un libro donde pone que algo malo va a pasar. En su mente se ve
andando tras su hijo campo a través entre hierbajos sin saber porque lo sigue (si lo sabe, pero
en estos momentos no se acuerda). Segundos antes de entrar en su casa podía oler a azufre
y no se imagina por qué, hasta que ve al diablo y dos de sus siervos de pie con las manos a la
espalda esperándolo impasibles e impacientes en el pequeño salón que hace las veces de co-
cina. No es el diablo, por supuesto, aunque él, probablemente, lo hubiera preferido. Y realmente
no sabe quienes son, pero solo le hace falta mirar durante una milésima de milésima de segun-
do sus vestimentas y los estandartes que éstas llevan para deducir, como algo que uno no sa-
be muy bien porque lo sabe pero lo sabe, que son emisarios del santo oficio: la inquisición. A
partir de ahí todo se vuelve borroso. Borroso el papiro que le muestran, borrosas las palabras
que pronuncian clamando alguna acusación que no llega a entender aun ahora, borroso el re-
gistro que hacen de su casa mientras él espera fuera agarrando a su hijo y a su mujer. De ahí
hasta llegar a una de las sedes de la santa inquisición, su mente falla para ahorrarle el mal tra-
go de ver como violan a su mujer por el camino en la carreta hecha de barrotes mal fundidos y
peor ensamblados. Rememora el interrogatorio en la sala donde lo meten y someten a confe-
sión mientras oye como crujen sus huesos al ser estirado en la rueda, cual molino, a la que
está adherido por manos y pies. Le gustaría poder borrar de su mente la imagen que tiene de
él mismo sobre el potro o en el ataúd de pinchos en que lo han metido esa mañana negra de
miércoles. Intenta, en su mente, borrar los latigazos dados como propina por hacerles perder
un tiempo valiosísimo a los hostiles, pero bien educados, inquisidores que le van comentando
las pertenencias que han de sustraerle debido a su herejía. Ahora, con el frío atravesando su
cuerpo y helando sus miembros, intenta pensar a que herejía se pueden referir, pero esta de-
masiado exhausto como para llevar a cabo esa tarea. Ve al juez en lo alto del púlpito dictándole
sentencia al tiempo que lo señala con un índice tan largo como cola de demonio. Cree que ha
podido estar durmiendo toda esa misma tarde, pero apostaría más porque ha perdido el conoci-
miento sin más. Abre los ojos y la luna ya no está. Piensa en la hora que podrá ser por poco
que eso le pueda ayudar. Se dice que lo mejor seria morderse las venas antes que soportar
ese inclemente frío que soporta. Y puede que fuese medianamente soportable si por lo menos
tuviese algo con lo que entretener al estomago que no deja de gritarle que tiene hambre. Desis-
te de la ocurrencia del suicidio. Nunca ha sido un hombre valiente, y lo sabe. Cierra los ojos y no
se da cuenta de nada hasta el día siguiente al despertar atado a un gran poste rodeado de troncos
de pino. Levanta la cabeza todo lo que puede, lo suficiente como para ver solo los pies de la
gente que se ha reunido en el yeco prado donde va a ser quemado vivo. Es probable que los in-
quisidores lo hayan despertado antes o después de atarlo al palo mayor para ver ese miedo
que alimenta a los sádicos y hace encorvar a quienes lo padecen. No hubiera sido muy lógico
perderse su propia muerte. Le gustaría pensar tan claro como esa mañana en que lo van a
ajusticiar en nombre de un Dios al que, de existir, conocerá muy pronto; sencillamente, no pue-
de. Solo puede oler a madera quemándose bajo sus pies, y como estos van entrando en el
calor que tanta falta le hacía la noche anterior acurrucado en un celda demasiado estrecha pa-
ra dejar escapar la imaginación. Agradece el calor antes de empezar a gritar como lo haría un
cantante o actor encima de un escenario. Solo que sus gritos son tan reales como el fuego
que lo esta devorando. La piel se le va tostando tan negra como el carbón. Algunas gotas de
grasa corporal caen al fuego y ojala pudieran apagarlo, desea. Mira al cielo por última vez antes de
dejar constancia de su paso por el mundo con un último grito ahogado.
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