De día soy invencible, soy una máquina derrochadora de vida. Hijo, amigo, nieto, sobrino, primo, soy un poco de todos. De día puedo caminar sin miedos ni pensamientos peligrosos. La vida se acomoda un poco mejor. El sol me sonríe y de vez en cuando me manda arco irises de todos los colores.
Sin embargo, de noche llegan todos los fantasmas. Disparo a ciegas y no logro quebrar a ninguno. De noche llega el miedo, la melancolía y la soledad. Todos entran a mi cuarto, se sientan y me observan fijamente mientras intento conciliar el sueño. Me observan toda la noche si es posible. Las veo con el rabillo del ojo, las tres sombras sin rostros no dejan de mirarme, hasta que entro en desesperación. Entonces se levantan, me toman de las manos y se apoderan de mí.
Luego de eso, ya soy otro. Sólo me quedo observando el techo mientras mi mente regresa a esos lugares oscuros y recónditos. Lugares llenos de ella. Con olor a ella. Con sabor a ella. No puedo, no logro pensar en otra cosa. Recuerdo los momentos más íntimos, los menos felices y hasta los más tristes. Los fantasmas trabajan dentro de mí y yo no puedo defenderme. Sólo dejo que destruyan noche tras noche lo que construyo día a día.
Y caigo hondo. En un abismo de recuerdos que el tiempo no logra borrar. Estoy ciego en una oscuridad infinita. Mientras ellos están dentro de mí, es imposible sentir algo parecido a la alegría. Se mantienen dentro en silencio, pero me doy cuenta que no seré eterno. Que saldrán en cualquier momento. Y entonces cierro los ojos y cuando los abro ya ha empezado otro día más.
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