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Halloween siempre fue mi festividad favorita, incluso por encima de navidad, hasta el año... mier-
da, no me acuerdo. Pero sé que yo contaba con nueve años a mis espaldas.
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Eso de poder ocultar tu vergüenza siendo "tú" por unas horas parecía genial. Podías declararte a
una chica sin temer ponerte colorado. Los caramelos y las golosinas solo eran beneficios colatera-
les. Lo que primaba era disfrazar el miedo al ridículo.
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Al llegar a casa esa noche e intentar quitarme la mascara, por alguna extraña razón, no pude.
Pensé que la había llevado durante tanto tiempo aquel día que el sudor había actuado como pega-
mento.
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Se lo dije a mi madre y me dijo que me dejase de tonterías, que íbamos a cenar. Ella se pensaba
que lo que quería era comer con la mascara puesta como a la hora de la comida, hasta que despu-
és de intentar arrancármela de cuajo por fin se convenció de que era verdad. Al día siguiente me
llevaron al medico. Esa noche me salí con la mía y cené con la mascara puesta.
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Para mi sorpresa, en la sala del medico había un montón de niños y niñas que, como yo, tenían el
mismo problema. Y aunque suene mal decirlo, me alegré de no ser el único tonto del mundo.
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El medico se quedo atónito sin poder explicarse aquel fenómeno que no se mencionaba en nin-
gún libro de medicina. Así que tiraron por lo drástico y me hicieron la cirugía, no sin antes probar
otros métodos; cosa que jodió a mis padres porque la operación no la cubría la seguridad social.
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Después de catorce horas de operación consiguieron quitarme la mascara...
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Pero, cosa más sorprendente, mi cara se había amoldado a la perfección a la mascara.
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Pasaron años de idas y venidas a Lourdes en vano.
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Los días de Halloween dejaron de tener sentido. De hecho llegó a ser el día en que más tristes e
intimidados nos sentíamos quienes, como yo, vivían bajo las mascaras, porque ya era el único día
(quitando carnavales) en que éramos "realmente nosotros".
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No digo que al principio no molase eso de que quienes no se habían disfrazado aquel año o nun
ca se girasen y cuchicheasen. Me hacían sentir interesante porque me daba la sensación de perte-
necer, al igual que los heavys, punkis, bakálas, skin, pijos, raperos, góticos, a una elite de "elegi-
dos"
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Pero después de un tiempo, eso de que te encasillasen dejó de tener su morbo porque se llegó al
extremo de que, junto a la personalidad, hasta las huellas dactilares desaparecieron por arte de
magia. Y eso era cosa importantísima si tenemos en cuenta de que era la única cosa que, hasta el
momento, nos hacia únicos frente a los demás y evitaba el que te detuviesen por ser "el hombre lo-
bo", "drácula" o "Frankstein" que había hecho ésta o aquella fechoría, inspirada mayormente por
el poder que proporcionaba ocultar la identidad, concreta. Al igual que tú, a otro, en otra parte del
mundo, se le podía ocurrir disfrazarse igual. Al final, por uno, siempre pagábamos todos.
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No todo era malo, por supuesto. Lo bueno de tener mascara era que te podías acostar con una
chica, reconociéndola previamente por el olor, debajo de la "mascara" podía haber cualquier cosa
que engañase al sentido de la vista pero no al del olfato, enormemente fea y no importante mien-
tras no se quitase la mascara, que por lo general, solía ser más agradable, por muy fea que fuese
también, que su verdadero rostro. Aunque también había guapos y guapas que querían experimen-
tar la vida como feos, solo Dios sabría porque. ¿Será que en el fondo se sentían culpables por ser
demasiado guapos, y solo se les quisiese por eso?
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Pasado un tiempo, la única forma de ser "normal" en la sociedad pasaba por ponerse mascara. Y
a tal punto llegó la especie de moda que ya desde pequeños, nada mas nacer, te encasquetaban
una; con lo que no te daba tiempo a formarte la tuya propia como solían hacer los autosuficientes
que se creían más inteligentes y pensaban que por hacérsela uno mismo sería mejor que la de los
demás que se las compraban en rastrillos de todo a cien. Había quienes optaban por el simple ma-
quillaje, ¿pero no es, al fin y al cabo, la más burda de las mascaras? No importaba de donde la sa-
cases ni como ni por qué mientras la llevases.
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La iglesia, como no, también quería pronunciarse al respecto, y con el gusanillo propio de quien
lleva mucho tiempo fingiendo ser una cosa que no es: los sacerdotes y curas empezaron a disfra-
zarse de demonios; los que se creían malos, empezaron a disfrazarse de tiernos angelitos. Y llega-
ron a meterse tanto en "sus papeles", que con el gusanillo propio de quien lleva mucho tiempo fin-
giendo ser una cosa que no es, después de un tiempo no sabían si eran esto o aquello, y no hay
nada peor que llegar a creerse las propias mentiras. Pero quienes han vivido el tiempo suficiente,
se habrán dado cuenta de que los corderos visten pieles de lobos.
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Hubo un determinado momento, en cierta etapa de mi vida, en que llegué a creer que llevando
mascara" la muerte no me encontraría pero... me encontró. Y solo ante ella pude quitarme la mas-
cara que había llevado durante, prácticamente, casi toda mi vida.
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Mas bien tarde llegué a comprender que ante la muerte todos tenemos el mismo rostro compungi-
do, mortecino y cadavérico.
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Pero no acaba aquí ésta, mi historia, porque al llegar al más allá me encontré con la misma situa-
ción: todos llevaban mascaras.
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Y yo me pregunto, ¿podremos en algún momento mostrar nuestra verdadera cara ante alguien
que no sea la muerte?
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