Guerra en el paraíso

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Los sonidos de la jungla me vuelven loco mientras intento abrirme paso a través de ella entre ra-

mas de árboles y plantas que desconozco totalmente. Pero por encima de todo ello un redoble de

tambores que me marea y produce vértigos; es mi corazón junto con el de todos mis compañeros.

Cada paso que doy siento que estoy mas cerca de la muerte, y lo peor es que no puedo volver

atras, a casa. El Sargento no dudaría en dispararme por la espalda por desertar. Ya lo he visto mu-

chas veces antes. En los informes de bajas de guerra pondrá que cayeron en combate bajo las ba-

las del enemigo. Me pregunto cuantas de esas bajas "bajo las balas del enemigo" habrá habido a

lo largo de la historia en cada guerra. Prefiero no pensar en ello mientras avanzo por la jungla. Las

ramas de los árboles me cortan una y otra vez la cara, pero no es razón para detenerse: somos

soldados Norteamericanos. Lo peor de todo es que con el sudor me escuece horrores, suerte que

el miedo que siento es mas grande y me hace hacer caso omiso de esas cosas. Aunque no puedo

dejar de oler ese olor que llevo pegado a la piel; el mismo que desprenden los compañeros que lle-

vo a cada lado avanzando conmigo para sorprender al enemigo en su propio terreno; es el olor del

miedo. Sé que debería estar atento a las eventualidades, pero no puedo dejar de pensar en algo

porque es lo único que me hace no gritar como un loco y salir corriendo hacia cualquier lado para

que me abatan a tiros, ya sea el enemigo o los "amigos". Pienso en mi casa y en mis padres. Me

pregunto que estarán haciendo ahora mientras me interno mas y mas en la profunda y espesa jun-

gla. Puede que a esta hora... Dios, ni siquiera sé que hora es ni donde estamos. Vietnam, seria in-

capaz siquiera de marcarlo en un puñetero mapa. Tengo veinte años, solo veinte. Debería estar en

la parte de atrás de algún Rolls Royce intentando introducirme en una jungla menos espesa que

esta pero igual de caliente o reventándome algún grano frente al espejo del cuarto de baño de mi

casa. Mi casa. Si cierro los ojos es lo primero que me viene a la cabeza. Si fuesen las cuatro

de la tarde mi madre estaría viendo su telenovela latina favorita. Mi padre puede que estuvie-

se leyendo el periódico o haciendo alguno de los pasatiempos que, según él, le ayudan a mantener

la memoria. Oh, Dios mío, como siento que no tuviesen más hijos aparte de mi. Sé que voy a mo-

rir en esta puta jungla. Y puede que sea mejor regresar a casa en una bolsa de plástico que con

una camisa de fuerza. Hasta ahora he tenido demasiada suerte, la suerte del principiante. ¿Cuan-

to tiempo pasará antes de que alguna bala atraviese mi cerebro de lado a lado? Si pienso mucho

en eso casi puedo sentirla corriendo por mi cabeza mas veloz que lo que tardaría cualquier nervio

en decirme que estoy muerto. O quizá vuele por los aires a cinco metros sobre el suelo mientras

observo como una de mis piernas vuela junto a mi pero separada de mi cuerpo. Lo he visto antes.

Y también como otro soldado perdía el brazo con el que sujetaba el rifle con el que disparaba y lo

recogía del suelo y seguía apuntando con el brazo cercenado mientras éste seguía disparando co-

mo por arte de magia en el campo de batalla. Malditos pensamientos. Alejaos, por favor. Miro

a mi compañero que avanza a mi lado. Si pudiese oír sus pensamientos puede que fuesen el eco

de los míos. Malditas guerras. ¿Por qué? ¿por qué existen las guerras? ¿Por qué no nos pode-

mos llevar bien, teniendo siempre nuestras diferencias, pero sin llegar a matarnos por ellas? Las

ramas crujen bajo mis pies y un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Cada chasquido es como si se

me rompiese un hueso. Antes de venir a esta guerra creía firmemente en el espíritu americano, el

típico tonto que se traga lo que le dicen; y en eso de "no preguntéis que puede hacer el país por

vosotros sino que podéis hacer vosotros por él". Cuanto más repito esa frase, mas carece de valor

alguno. ¿Donde están los políticos por los que venimos a morir aquí? Me los imagino sentados en

sillones de terciopelo y en bata de franela con una taza de café en una mano y un habano en la

otra mirando la televisión, mientras la criada en mini falda le quita el polvo a la pantalla y el finge

algún interés por las hordas de jóvenes que salen en las noticias, jóvenes que ellos manda-

ron a defender y preservar una paz, unos valores y un honor que proclaman con tanto ímpetu en

sus mítines y yo no veo por ninguna parte. Las armas se hacen para matar, no para jugar al golf.

Quizá solo bastase con dejar de fabricar armas para que la gente dejase de hacer guerras... La

gente se seguiría matando igual, no nos engañemos. Ahí enfrente puedo ver ya la luz de un claro.

Será la luz que supuestamente se ve tras la muerte. Sacudo la cabeza y mantengo el aliento para

no pensar mientras sigo avanzando por esta jungla que parece engullirnos.


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