Derecho de pernada

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Velasco y Justa eran felices. Se habían criado juntos, jugando y descubriendo el mundo dentro de su aldea. Habían estado el uno para el otro desde el primer día, a las duras y a las maduras y ahora por fin habían decidido casarse. Justa tenía 17 años, Velasco 21. Ninguno de ellos había probado aún los placeres de la carne y ambos estaban expectantes, nerviosos y ansiosos por la noche de bodas.

Justa había tenido una conversación poco productiva con su madre. Básicamente, lo único que le dijo es que se tumbara, que el hombre sabría qué hacer.  Le dijo que probablemente le dolería pero que no se preocupara, que no duraría mucho y las siguientes veces sería mejor. Justa había quería preguntarle más por la mecánica, como qué debía hacer ella exactamente, pero su madre fue muy tajante en que esas no eran conversaciones para una señorita, y que la madre naturaleza ya se había preocupado de hacer todo lo suficientemente obvio para que cualquier niña tonta supiera lo que hacer llegado el momento.

Velasco lo tenía un poco más fácil. Su padre, le había contado entre risas los entresijos del proceso. Velasco escuchaba con una mezcla de disgusto, asombro y ganas en su cara, y una bobalicona sonrisa cruzándola de lado a lado.

Justa era un ángel, una preciosidad. Al contrario que la mayoría de las mujeres de la aldea, ella tenía una piel pálida envidia de cualquiera que la viera. Y es que ella no trabajaba en el campo. Ayudaba a su madre en casa y asistía con las labores en otras dos casas más que pertenecían a los más pudientes ciudadanos. Tenía unos ojos marrones, grandes como castañas y brillantes como la luna, y unos labios que hacían las delicias de cualquiera que se cruzaba con ella.

Velasco era un burro. Uno bueno, pero un burro. Su cuerpo estaba musculado debido a la inclemencia del duro esfuerzo físico que realizaba. Trabajaba de sol a sol, en el campo, en el taller, donde quiera que pagaran mejor y tantas horas como le permitieran. Aprendía rápido y nunca se quejaba, por lo que todos los agricultores, tenderos y artesanos se le rifaban.

Desde hacía más de un año Velasco estaba ahorrando para la boda. A pesar de ser uno de los trabajadores más deseados, los tiempos eran malos y los salarios bajos. Destinaría un poco de dinero a la celebración, pero la mayor parte la guardaba para pagar la casa donde empezaría su familia con Justa.

La celebración tenía que ser modesta. Todo el mundo sabía que pasaría si el señor feudal se enteraba de la boda. Todo el mundo sabía que querría reclamar su derecho sobre la doncella.

La tarde duró lo que tardó en llegar la noche. No se había ocultado aun el sol tras las montañas, cuando Justa abandonaba su casa cogida del brazo de su padre, que ataviado con sus mejores galas caminaba con la barbilla muy alta saludando a todos sus vecinos.

Velasco esperaba en la iglesia. Zapateaba inquieto, moviendo las manos sin parar, no sabiendo que hacer con ellas. Los familiares y los amigos más allegados marujeaban sentados en los bancos.

La puerta de la iglesia se abrió, y la roja luz de la puesta de sol se coló por el pórtico encendiendo en fuego el blanco vestido de Justa.

Un fino velo tapaba su cara, pero a nadie escapaba la belleza que tras él se encontraba. Ella con la cabeza baja, miraba de lado a lado del pasillo, sonriendo a los invitados con timidez e inocencia. Él, esperando bajo el altar, icono mismo de la felicidad y la satisfacción.

Justa fue entregada por su padre, y ambos novios quedaron a disposición del cura.

El señor por aquí, la familia por allá, y un montón de cosas que había repetido cientos de veces a cientos de parejas que habían pasado antes por allí. Justa y Velasco no oían, no sentían, no veían nada más que el uno al otro, más arreglados que nunca, pero tan bellos e inocentes como siempre.

El cura tuvo que preguntar una segunda vez, y tanto Justa como Velasco tomaron la parte que de ellos se esperaba aquella tarde

-          Sí, quiero

-          Sí, quiero

-          Y por el poder que Dios me ha dado, yo os declaro, marido y mujer

Los asistentes explotaron en júbilo, pero no era nada comparado con el que Justa y Velasco sentían. Ambas madres, sentadas a una discreta distancia derramaban lágrimas de alegría. El alboroto en el templo era tremendo, pero fue sepultado por un vibrar estremecedor.

A la puerta de la iglesia cuatro soldados armados entraban en perfecta formación, y en el centro el señor feudal, con una sonrisa macabra en su rostro. Todo el mundo enmudeció, y los padres de ambos como dirigidos por una orquesta apretaron sus puños y se unieron al llanto de las madres.

El grupo de cinco llegó hasta pocos metros del altar, donde el señor feudal reclamó su derecho sobre la doncella. Justa calló al suelo de rodillas, envuelta en el más amargo de los llantos. Velasco no podía reaccionar, su piel tostada por el sol de tantas jornadas de trabajo había palidecido por completo. Dos de los guardias tomaron a Justa por debajo de los brazos, mientras uno de los otros sostenía a Velasco con la espada sobre su pecho.

Velasco no sabía qué hacer. No podía permitirlo. Agarró el filo de la espada con una de las manos que empezó inmediatamente a sangrar, mientras con la otra apretaba el cuello del soldado que sentía como se le escapaba la vida. El resto de los guardias estaban prácticamente ya en la puerta de la iglesia, dejaron caer a Justa y se dirigieron a toda velocidad hacia Velasco que les esperaba con la espada del soldado muerto en su mano.

El primer guardia recibió un estacazo justo en la junta del cuello, el  segundo un tajo en la parte trasera de la rodilla seguido por uno en la frente, y el tercero, el tercero hundió su cuchilla hasta la empuñadura en el cuerpo de Velasco. Éste, con su último suspiro le devolvió la clavada, cayendo ambos al suelo inertes.

El señor feudal vigilaba la escena aterrorizado desde la puerta. Fuera esperaban cuatro guardias más, así que tan rápido como le permitía su barriga corrió hacía allí. Pero era tarde. Las puertas del templo habían sido cerradas por los padres de Justa y Velasco, y estos fueron los primeros en cobrarse la venganza. No quedó uno solo de los asistentes que no mancillara el cuerpo del señor feudal, desangrado, a sólo unos metros de la puerta tras la que su guardia forcejeaba por traspasar.


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