Se acostó. Sobre un almohadón levantó los pies, relajó los nervios y se concentró. Pero no se dormía. Pensó que al mantener los ojos abiertos, los párpados se cansarían, era natural y por simple gravedad, antes del amanecer estarían cerrados. Abrió muy bien los ojos y vio la pesadilla de su vida. El reloj no cesaba su respiro infinito. Como ángel caído vio las sombras de la noche atracar en el muelle de su alcoba. A través del delgado velo se filtró la luz azul del amanecer, un pálido rayo bañaba sus pies despojándolos del color natural. Se fue durmiendo; no podía moverse. Oyó aletear los pájaros del arrebol y sabiendo ya que soñaba, vio una lluvia de mariposas sobre el jardín y le dio risa; se había burlado del insomnio. Desde la cavidad oscura de su alma oyó el eco de un sollozo, una mano en duelo le acarició la frente y para siempre, le cerró los ojos.
Bogotá, abril 16 del 2001
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