BALADA PARA LADY

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La noche fresca, la lluvia recién caída y tú llegas a mí nítida y preciosa, como la más bella del mundo. Con tu sinceridad, ingenua llegas para derrotarme en la profunda placidez de tus ojos; llegas para perturbarme con la cadencia, con el movimiento voluptuoso de tu cuerpo que no deja de agitarse al ritmo estruendoso del son y del guaguancó. Ahora, lejos de ti, bajo el cielo cristalino, sintiendo tu aliento en todo mi ser, escribo para ti el recuerdo de ese momento tan soñado con las palabras más hermosas.

 

Dejar que afuera llueva y la noche se colme de falenas, dejar que las instancias infinitas de la noche se desborden el lejano rumor de guaguancó. Mientras me pierdo en el infinito calor de tus abotargados senos, mientras cierro suavemente los ojos para sentir el milagro de tu fecundo vientre, pleno de energía y de vida, mientras bailo contigo mi amor, mientras deslizo mis sienes sobre las tuyas para tener la convicción portentosa que eres la diosa que lleva el incontenible universo en la infinitud de tu útero. Entonces, te estrecho y aferrado a ti siento abrazar el absoluto, la integridad de lo perfecto y de lo ilimitado; te estrecho para sentir la vida, para oír tus secretos, para recrearme en la calidez sensual de tu cuerpo, en el mar de tu hermosura y en el azul intenso de tu cielo.

 

Afuera, en la ciudad lejana comienzan a titilar las lucecitas de navidad, mientras dentro nuestros cuerpos se enlazan con el quebrar del canto y tu, en mis brazos, sobre mi hombro, nítida y preciosa, como la más bella del mundo; murmurando en mi oído el secreto de la creación y el paradigma del amor. Mágicamente, el equilibrio cadente del son nos va arrastrando a un mundo de rituales mágicos, a un espacio vacío, donde no se oye la música, donde sobre hilos púrpura se ven las policromías de la música flotar al ritmo cadente del son; es un mundo irreal, donde se oyen las vibraciones de los colores y el clamor existencial de los objetos.

 

Sí, fuimos al paraíso, mi amor, una infinitud para contar lo que vivimos en aquellas horas. Hasta que salimos a la calle para quedarnos de nuevo, y vimos el pavimento mojado y la noche fresca, porque la lluvia recién había caído. Cogidos de la mano como ebrios adorables, vagamos bajo el fantasma de la luna que penetra con sus blancos rayos la hojarasca de los árboles y caminando, nos perdimos entre los recovecos de nuestros ansiosos labios, para seguir camino a la ciudad.

 

Bogotá, 1988.


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