Veo los excesos de tu vida,
alejados de la caricia y el beso.
Porque siempre fuiste una vendida:
a los cuidados provisionales de una profesión
que te daba apariencia,
a la fácil seducción del engaño
que te permitió atraparme:
medias de encaje,
vestido de noche,
mirada persuasiva.
Buscabas algo que mereciera ser
discípulo de tu vientre.
Luego,
dorarlo mientras crecía,
ensombreciendo mi presencia.
Y ahora,
me miras
y te parece que ya no me preocupo,
de tus señuelos más que conocidos,
de la joven que ha renunciado a su padre
y vuela por el camino que le indicaste.
Mientras,
tú,
has perdido los cuidados
de la vida útil a la convención.
Sin opción,
te enfrentas a la verdad:
buscas apoyo donde no has sembrado,
reconfortarte sobre un lecho de plumas
que solo tenías en el juego perdido:
hundida en el sofá de casa
mientras tu mirada se ahoga
en la lluvia tras la ventana.
Y me oyes,
sí,
sonreír sabiendo que Muriel
está al otro lado del teléfono.
Se rompe el cristal de tu orgullo
al intuir que supondrá
más de una buena caricia:
compañía,
beso
y entrega.
Ya ansío el momento de salir de casa,
pero no me precipito:
se cuece a fuego lento
el recuerdo de nuestro último encuentro:
un sencillo paseo,
cuatro miradas
y sinceras palabras vehementes.
Tu orgullo es traslúcido,
pero yo sé que aún no he roto
la valla de la libertad.
Y,
sí,
lo haré esta noche
cuando ella me recoja
en la Ronda de los Vientos
y acoja mi vida.
Le regalaré la caricia
que ha ansiado con desinterés,
y mi última compañía,
la de la experiencia sabia,
irá con ella.
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