Escena tórrida en color butano

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El calor aplastaba a los escasos viandantes contra la acera. Cualquiera de los osados vecinos que a esa hora deambulaban por las calles, buscaba denodadamente la sombra de los edificios y los árboles, aunque para eso tuvieran que comportarse como si de un comando en territorio enemigo se tratara. El camión que repartía el butano pasó frente a mí con su habitual estruendo de bocinas polifónicas y bombonas entrechocando. Alcancé, por fin, el portal de casa y al borde de la lipotimia, llegué hasta mi piso. Me resultó extraño que a la hora que era, mi madre no estuviese trasteando en la cocina o sentada en el salón viendo el correspondiente culebrón; supuse entonces que se había echado un rato con una de sus recurrentes jaquecas. Puse la mano en el picaporte de la habitación de mi madre al tiempo que escuché con nitidez unos quejidos que distaban de ser lastimeros. Picado en la curiosidad, empujé suavemente la puerta hasta dejar una abertura de unos dos dedos, desde ahí descubrí el interior de la alcoba en penumbra y a mi madre, a horcajadas sobre mi padre, masajeándose los pechos con la mano derecha, mientras que la izquierda se perdía entre su pubis y el de mi padre, que estaban lo más unidos que pueden estar dos pubis. El sudor invadía la estancia y casi se podía coger con la mano el vaho calentón que despedía la escena. En ese instante, mi madre agarró la sábana y se cubrió la desnudez como pudo, pues había entrevisto en la luna del armario al voyeur en que me había convertido. El camión del butano seguía alborotando la hora de la siesta, justo debajo de nuestra ventana. Más para justificarme ante mis padres, que por verdadero estupor, hice el papel de escandalizado preguntando a voz en grito:

-¿Qué está pasando aquí?

-¡Te lo puedo explicar!-contestó mi impúdica madre a la impúdica pregunta.

-¡Te lo podemos explicar!-terció mi padre, medio sofocado bajo mi madre y la sábana que le ocultaba el rostro.

-¡No es a mí a quién tenéis que dar explicaciones, si no a Jorge!-exclamé, dando un portazo que sirvió de punto y final a la conversación.

Sonaron las llaves, se abrió la puerta de la entrada; el butanero, enfundado en su mono naranja de rodilleras marrones y mangas sisas, enmarcó su inmensa figura, tostada por el sol y la intemperie, entre las jambas de la puerta del salón. Me sonrió y me preguntó dónde estaba mi madre. Le señalé con la cabeza la habitación, devolviéndole la sonrisa y puse la tele. Verdaderamente, desde que se casó con mi madre, cada vez me cae mejor este Jorge, al contrario que los ex esposos infieles que esperaban aterrados en la habitación del tálamo conyugal la cólera del coloso traicionado. Creo que es el único butanero cornudo que conozco. ¡Pobre!


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