Sadomasoquismo

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El esclavo está  a  cuatro patas  cuando la ama  comienza  a  azotarlo  con un látigo corto de varias

hebras con las puntas redondas. Ella empieza  despacio  por  que  le  gusta  disfrutar de momentos

como este. Él espera con ansiedad  a  que  suba  la  presión, la intensidad, el dolor. Lo desea. Una

vez por semana  es  la  misma  historia. A veces se modifican  los  utensilios, las posturas y los me-
todos. Personalmente, al hombre le pone lo  de  la  cera  derretida  sobre  su  pecho, a la mujer, sin

embargo, el tratarlo  como  un  perro. Lo que de verdad  importa  es  saber  quien  es quien en este

juego. Ella nunca aceptaría ser tratada del mismo  modo  en  que  trata  al hombre y el hombre ni si

quiera se ha planteado el ser otra cosa que no sea un humillado sumiso.

  Los dos saben que su hobby no  sería  bien  recibido  por  familiares y amigos y por eso lo ocultan

a todo el mundo; por que se sienten viles; por que saben que  ni siquiera los animales son capaces

de tales actos de violencia y salvajismo. 

  La ama va aumentando el nivel. El culo del masoquista  se  va tornando rojo. Ella, al verlo, se ani-

ma a continuar con mas fervor, con más rabia. En el pacto pactado previamente  dejaron claro has-

ta donde querían llegar, pero a veces se va la mano.

  Ninguno de los dos se conoce más allá de los  más  puros  formalismos  de  saludo  y  despedida.

A ninguno  de  los  dos  les  interesa  la  vida del otro. Las cosas más intimas ya se las dijeron atra-

vés del chat por el cual se conocieron. Ni siquiera al  masoquista  le  interesa  saber  realmente por

que se somete  a tan degradante  acto. Él piensa  que  simplemente  le  excita  el  ser  tratado peor

que un animal. Cree que, a sus cerca de  setenta  años, es  la  única  manera  que  tiene  de  sentir

placer sexual. Pero si  nos  adentramos  un  poco en  su  subconsciente, podremos  ver  mejor  que

el verdadero motivo por  el  cual  lo  hace  es  por  ese  sentimiento de culpa que lo persigue desde

hace años, más o menos desde  que  dejó  abandonadas  a  su mujer  y  a  su  hija, una con un co-

mienzo de enfermedad degenerativa y la otra con tan solo  doce años. No se le puede negar al ma-

soquista que intentó  aplacar ese sentimiento de culpa con métodos menos drásticos como bebien-

do como un  poseso  hasta  que  el  hígado  dijo  basta; luego yendo  a  psicólogos para aprender a

afrontar ese sentimiento de culpa que su  hígado  ya  no  podía  aguantar; pero, lógicamente, aque-

llo tampoco bastó. Si hubiera bastado ahora  no  estaría  ahí, maniatado a esa pared con la morda-

za en la boca y esas ropas tan escuetas de cuero, recibiendo  esa  serie  de  arañazos  en la espal-

da, sintiendo, sin ver, como la sangre va  saliendo  poco  a  poco. Piensa que le gusta, pero en ver-

dad cree  que  se  lo  merece, que todo dolor  es  poco  por haber abandonado a su mujer, que des

pues de veinti pico años es probable que esté muerta, y su hija, que sabe  Dios  qué  habrá sido de

ella.

  Por el contrario, la ama si  sabe  el  por  qué  hace  lo  que  hace. Ella no se miente a si misma co-

mo lo hace él. Ella sabe que odia  a  los hombres, no hasta el punto de  ser  lesbiana, pero si hasta

el punto de azotarlos sin piedad varias veces  a  la  semana. Así de paso  se  venga  de  su jefe, de

todas las horas extras que le hace hacer  y  de  todos  esos  toqueteos  de  los  que  es victima, por

eso cuando su jefe pide una sesión, ella se regodea en  su  pequeño  y  particular mundo de horror

y tortura. Sabe que ahí, y solo ahí, la mujer está  en  realidad en la cúspide de la igualdad de géne-

ros y más allá. De este modo se libera, se libera de una  sociedad  ruin  y  mezquina  a  la que solo

así puede  enfrentarse: dominando  al  macho dominante, ahí, en  la  buhardilla  de su propia casa,

ideada a partir de  las  inspiraciones  que  las  lecturas  del Marqués de Sade le han proporcionado.

Por eso azota a los  hombres. Pero por  encima  de  ello, y aquí  tampoco, por  muy  inteligente que

ella se considere, lo reconocería conscientemente, lo hace por su padre, por el padre que  la aban-

donó cuando ella tenía doce años y su madre agonizaba postrada  en  una  cama. En cada hombre

que azota ve  la  cara  del  padre  que  ella recuerda. Desearía que alguno de ellos fuera él. Lo que

daría ella por saber donde se encuentra su padre en esos momentos.


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