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Mientras la impía lluvia borraba la rayuela pintada por otras niñas en el suelo de aquella plaza, mi hermana me miraba con lágrimas en los ojos. Éramos muy buenas jugando; prácticamente todo el día nos lo pasábamos así, no teníamos otra cosa mejor que hacer. Ahora en la misma plaza, la que seguía conservando los mismos bancos de entonces y la fuente en su centro, mi hermana con su bastón y yo con el andador, decidimos, como antaño, que era hora de regresar a casa.
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