Meigas galegas

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Mientras la impía lluvia borraba la rayuela que hacía tan solo cinco minutos habíamos pintado en el suelo, nosotras corríamos a refugiarnos al cobertizo de don Eusebio. Era el sitio más confortable al que dirigirnos hasta que la lluvia cesara. Él nos lo permitía porque sabía que no hacíamos ningún daño. Pobre hombre. Decían de su mujer que era una bruja, pero nosotras no lo creíamos. Irene se dejó caer sobre un montón de paja y su cabeza chocó con algo metálico. Mientras otras miraban si se había hecho daño yo descubrí, oculto bajo la paja, un gran caldero.


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