La tempestad se disipaba por cada segundo que pasaba. Empezaba a caer la noche y la llegada de la luna daba a entender que pronto una corteza negra nos haría presencia. En el horizonte había una gran montaña, estaba sola y nos lo hacía saber, por lo que las nubes fueron a su encuentro para hacerle compañía. Llegó el momento enigmático y envolvente del día: la llegada de los pájaros, mientras se posaban sobre las cuerdas negras que atravesaban el gran abismo entre montaña y montaña. Las nubes los advirtieron y ellos pudieron confesarles que, esperaban la llegada de una luna, aquella que los hiciera perdurar para siempre. No de una manera instantánea, sino una que fuera abominable y execrable (¿quizás?). Aquel hombre en forma de Luna posó sus lienzos y manchas sobre la roca, dejando espacio para colocar los pies. Empezó a retratar aquel maravilloso paisaje, todo estaba entrelazado, esperándo, una vez más, como casi siempre, a que los capturara eternamente, pues la llegada de la primavera no tardaría.
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