Siempre recuerdo los veranos en la casa de fin de semana de mis abuelos, siendo niño y siendo adolescente. Era una casa rodeada de un parque de césped prolijo, en donde había árboles frutales, una huerta y una pileta de natación. Estaba en un barrio de las afueras, con calles de tierra y eucaliptos añosos. Las casas eran pocas, la tranquilidad mucha. Allí me quedaba unos cuantos días en las vacaciones de verano, disfrutando de aquel espacio lleno de aventuras, jugando hasta el anochecer, mientras el aire de enero ardía y los insectos zumbaban entre la vegetación.
Desde niños habíamos sido amigos con dos chicas vecinas: Lara, de mi misma edad, y Maru, un año menor. Siempre habíamos jugado juntos y disfrutado de las tardes nadando en la pileta. Por supuesto que la entrada en la pubertad nos empezó a revelar otro tipo miradas entre nosotros, aunque nunca habíamos dicho nada al respecto. Hasta que una tarde, a la hora de la siesta, cuando los mayores dormían, sentados en reposeras luego de nadar, Lara llevó la conversación hacia el lado del sexo, preguntándome si alguna vez yo me había acostado con una chica. No lo había hecho, y le respondí la verdad, un poco avergonzado, pero respondí la verdad. Entonces ella dijo que tampoco, y dimos por sentado que Maru tampoco lo había hecho simplemente por ser un año más chica, cosa que a esa edad es mucho. Lara se preguntaba cómo sería hacerlo, si sería doloroso para las chicas, si estaría tan bueno como decían y varios comentarios más. Hasta que en un momento dijo: Yo nunca vi la leche de un chico ¿nos mostrás?
Yo me quedé en silencio en medio del calor espeso de las tres de la tarde, sorprendido, paralizado. Había dicho nos mostrás, incluyendo a Maru que no había emitido una palabra hasta el momento. Respondí que si ellas querían les mostraría. Las dos respondieron afirmativamente. Teníamos que encontrar un lugar en donde no nos vieran, los abuelos dormían, pero yo temía que de pronto se levantaran y se aparecieran.
Se me ocurrió ir al lavadero, que estaba en la parte de atrás de la casa, bastante alejado. Hacía allá fuimos, descalzos y con nuestros trajes de baño todavía húmedos. Parecía que el corazón me rebotaba contra el interior del pecho. Entramos al lavadero, y cerramos la puerta en silencio. Luego de un momento de vacilación me bajé el traje de baño dejando a la vista mi pene en plena erección. Las chicas reían nerviosas. Yo tomé mi miembro y comencé a masturbarme, primero mirando hacia abajo, pero después, al aumentar la excitación, comencé a mirarlas a ellas y a gozar muy intensamente el sentirme observado por Lara y Maru mientras me hacía la paja. Ellas se rieron de nervios un rato más, pero después se quedaron calladas, con una semi-sonrisa y ojos de admiración, mirándome el pene, mientras yo lo estimulaba con mi mano y la cabeza se ponía roja, y se agrandaba. Afuera se oía el rumor del viento y el canto de los pájaros, dentro del pequeño lavadero mi respiración que se agitaba y el ruido rítmico de mi mano al masturbarme, mientras miraba los cuerpos de mis amigas en traje de baño y me calentaba hasta el extremo. El semen saltó en un chorro potente y cayó dentro de la pileta de lavar la ropa, las chicas se fascinaron mientras yo jadeaba de placer y terminaba de eyacular hasta la última gota. Miraban con curiosidad la leche derramada sobre el fondo plano de la pileta de lavar. De pronto, entre risas de travesura, salieron apresuradamente, dejándome solo.
Varias veces en aquel verano repetimos nuestro juego en el lavadero a la hora de la siesta. Incluso se atrevieron a tocar el semen y olerlo. Pero nunca pasó de ahí. Nunca me animé a intentar algo más y ellas tampoco. Fue un secreto de los tres que nos quedó como un recuerdo de verano.
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