Vuelve a sonar el despertador por segunda vez y sigo apagándolo medio dormida. No tengo muchas ganas de levantarme esta mañana, como tantas otras desde hace un tiempo. Pero tengo que hacerlo, hoy es el día del chute. Así lo llamo, pero con nombre y apellido es el día que me dan quimioterapia. Es decir, llego al hospital, me sacan sangre y la analizan para ver si puedo aguantar otra sesión. Después te recibe el oncólogo, un señor que ha estudiado un tipo de medicina deprimente, porque rara es la vez que te dice: no es cáncer, es simplemente un quiste de grasa. No, el oncólogo es el médico que te recibe después de un diagnóstico no muy claro del médico de cabecera. Y entonces te hacen mil pruebas (es decir mil putadas), para verificar que se trata de un tumor y además maligno, cáncer.
Volvamos al chute, suelen darte cuatro sesiones espaciadas por tres semanas, dependiendo del tipo de cáncer que tengas. Luego te vuelven a hacer las mismas pruebas y según los resultados, siguen incordiándote hasta el final de tu vida o te dejan en paz hasta el final de tu vida.
Por fin me animo a salir de la cama y me dirijo al baño, ¿y qué veo?, no me reconozco, esa mujer del espejo no soy yo. Yo tenía un cabello largo y sedoso, abundante y mi piel era tersa y tenía luminosidad. Además mis ojos no estaban tan salidos y mis pómulos no se marcaban tanto.
Ahora veo a una mujer lánguida, con la piel seca y rojiza en algunas zonas, mi cabeza está rapada y si la acaricio siento el cosquilleo de algunos pelitos que todavía no se han caído.
Debería haberme acostumbrado ya, pues llevo seis meses de tratamiento, pero no puedo hacerlo, no logro aceptarlo.
Primero un pequeño bultito sin importancia, que más tarde fue diagnosticado cáncer del peor grado, el más agresivo. Si, si, está localizado, no hay metástasis en ninguna otra parte, pero siento miedo, nunca creí que me pudiera tocar a mí. Siempre he sido positiva y he aceptado las cosas según venían. Pero ahora siento pánico, no es el dolor lo que me preocupa, es mi final, cuando todo termine. Esperaba tener una vida larga y ahora hay un nubarrón sobre mi cabeza que me impide tener esa esperanza.
Me acerco al espejo y veo unas lágrimas rodar por mi mejilla. Incluso lloro inconscientemente, me doy lástima de mi misma. Siempre he sido muy activa y ahora me siento un despojo, un lastre, una enferma. No tengo ganas de hacer nada, mi apetito es nulo, tengo nauseas y mal estar, cansancio, mareos, depresión . Siento tantas cosas distintas que me parece que vivo la vida de otra mujer. Esta no soy yo.
Me doy una ducha rápida y me embadurno de crema hidratante para paliar la sequedad extrema de mi piel. Apenas me miro, no quiero aceptar mi cuerpo escuálido y reseco, por no mencionar mi cabeza como una bola de billar. Pero lo que si que no puedo mirar es la cicatriz, esa huella permanente que me recordará siempre (si lo cuento) que he sido tocada por esta enfermedad.
¡Tienes que pintarte y arreglarte para verte mejor y estar más animada!, pufff, eso lo he escuchado todos los días y estoy harta, si yo nunca me he pintado a diario, no entiendo porque tengo que hacerlo ahora, ¿para fingir que no estoy enferma?, pero si es evidente, ya sólo mi cambio físico demuestra que lo estoy. No quiero pretender ser otra y mucho menos esa que veo en el espejo.
¿Peluca o pañuelito?, joder, si es que es tan artificial que no se que ponerme, aunque esta mañana creo que no hará mucho calor y aguantaré la peluca, que aunque pique un poco por lo menos hace que no te miren tanto los de tu alrededor.
Por fin salgo de casa, la cita es temprano, por la analítica de sangre, hoy me pasaré toda la mañana en el hospital, viendo enfermos como yo, o peor y médicos con careta de animados, pero que yo se que en el fondo son humanos y sufren. Hicieron mal la elección de su especialidad, ese fue su fallo. Algún familiar o amigo murió de cáncer y estudiaron oncología para poder salvarnos a todos, cuando eso es imposible.
Aunque lo mejor que he sacado de esta enfermedad ha sido descubrir el amor que me procesa mi marido. Un hombre sobrio y siempre casado con su trabajo, más que conmigo, que apenas tenía tiempo para disfrutar de la vida a mi lado. No me lo ha dicho, pero sé que se siente culpable por perder tanto tiempo en la empresa y no disfrutar de mi compañía, creo que tiene más miedo de perderme que yo de morirme. Me consuela tener alguien que me quiere por encima de mi cambio físico y mis dolencias; y que además tiene una paciencia infinita con mi depresión. En el fondo le compadezco, aunque me doy más pena yo misma. Algo que me ha sorprendido enormemente, me he vuelto egoísta. Ahora no tengo pelos en la lengua, digo lo que pienso sin importarme mucho el daño que pueda ocasionar, no tengo piedad de nadie porque la vida no la ha tenido conmigo.
Al llegar las enfermeras tan cariñosas con los despojos, nos hacen las pruebas de sangre antes del chute dichoso. En esta ocasión los resultados han sido buenos para aguantar otra sesión de quimio.
Y llega el momento de entrar en la sala. Es amplia y muy iluminada, de color blanco con detalles en verde hospital, con bastantes butacas unas junto a otras, así que tu vecino de butaca está en tus mismas circunstancias o peores. Las enfermeras revolotean de allí para acá con bolsas de veneno y van enchufándolas y controlando que todo fluya correctamente. Sonríen, hacen chistes y te preguntan con ternura fingida como va todo.
Yo me llevo un libro para leer mientras estoy enchufada al veneno, otras personas se ponen cascos de música o leen el periódico, cada uno hace lo que puede por entretenerse y pasar este trago amargo. A veces comentas con tu vecina de butaca el tipo de cáncer que tiene y cotilleas quien puede estar peor que tu. Aunque eso no siempre alegra el alma.
Termina el chute y te marchas a casa con la intranquilidad de cómo te sentará esta vez. Esperas unos días con ansiedad a que aparezcan los efectos secundarios y por fin hacen acto de presencia. Nauseas, vómitos, diarreas, mal cuerpo todo el rato, cansancio, sueño pero sin descanso, tiritonas, en conclusión, una variedad pasmosa, la cual tienes que soportar durante otros tantos días y esperar levantar cabeza lo antes posible. Pero este veneno te deja débil, tanto que cada vez te quedan menos ganas de seguir.
Pero sigo, sigo y seguiré porque me aferro a la vida como gato panza arriba, lucho, con ayuda de mi marido y mi familia.
Porque sé que esto tiene un final, bueno o malo, pero algún día terminará y yo por fin seré libre.
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