El padre, por el hecho de ser su padre, puso todo a su disposición, sin limitaciones. Quizá porque recordaba que cuando fue hijo hubiese querido ello para sí, aún reconociendo que eran otros tiempos y otras circunstancias. No quería que su hijo experimentara esa falta de apoyo como sinónimo de desconfianza.
Tal vez por eso, y como consecuencia, el hijo había abusado de la confianza del padre. El padre se vio rodeado de serios problemas afectando a su economía, su posición, su presente y su futuro, todo por la mala cabeza del hijo.
No es que el padre fuera rencoroso pero, la crítica situación a la que se vio abocado, requería de un escarmiento y debía hacerle pagar su culpa. Era consciente de que no fue intencionadamente, pero ello no le eximía de culpa. Su grave error era la arrogancia, el creerse por encima de todas las cosas, el menospreciar la sabiduría que solo los años otorgan, el desatender consejos, el no actuar con prudencia. Todo aquello que el padre aprendió con los años, y que buenamente puso a disposición de su hijo para que no cometiese los mismos errores, quedaron en saco vacío.
Éste bagaje negativo iba a formar parte de su propia experiencia. Debía tomar buena nota para que en sucesivas ocasiones, con las que seguro se iba a encontrar, caminara con los pies sobre la tierra y fuera más racional.
El padre estaba apesadumbrado, pero debía estar firme, e infringirle un castigo ejemplar que no olvidara en su vida. Cuando se vieron frente a frente, el hijo cabizbajo, gesto propio del sentimiento de culpa, el padre firme y con los ojos puestos en él, tras unos segundos de reflexión, el padre abrió los brazos y estrechó fuertemente el cuerpo de su hijo contra el suyo, sin mediar palabra. Una lágrima recorrió la mejilla del padre, otra la mejilla del hijo. ¿Cómo no?. Era su hijo, y el hijo nunca olvidó esta lección, la lección más importante de su vida.
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