¿Dónde está el baño?, preguntó Rafael. El pasillo a la izquierda, la puerta de enfrente, me extrañó la pregunta. Pasaron cinco, diez, quince minutos, y Rafael no salía. Me acerco a la puerta y pongo sobre ella el oído, no escucho nada. Llaman a la puerta de la calle golpeándola con los nudillos de la mano, ¿qué extraño pudiendo llamar con el timbre?. Me acerco sorprendido y pongo el ojo sobre la mirilla, era Rafael, por eso no escuchaba nada en el baño.
Rafael, ¿qué haces afuera,... no ibas al baño?,... esa es la puerta de la calle.
¡Sí, he visto la puerta y he salido!. Ya decía yo,... ¿qué baño más raro?.
Anda, pasa, y le abrió la puerta del baño, un aseo que había utilizado un sinfín de ocasiones.
El tío Rafael me visitaba muchas veces, a sus ochenta y largos años le envidiaba, quería llegar a esa edad en sus mismas condiciones.
Rafael se marchó, como tantas otras veces. Preocupado me cercioré que había llegado a casa.
Quedé pensativo. Tuve el presentimiento de que ésta sería su última visita.
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