Tras un interminable día de resaca, y cuando estaba a punto de dormirme, oí un extraño e inquietante ruido en la cocina. Haciendo un enorme esfuerzo, y con mucho cuidado, fui a ver lo que podía estar sucediendo.
Casi perdí el conocimiento al encontrarme con una horrenda y gigantesca tarántula, a la que le faltaba un ojo, hurgando la escarcha del congelador con sus peludas patas y con el rallador del queso. Tenía la boca llena de trozos de hielo y el sonido del rechinar de sus dientes al masticarlos, me produjo un terror desconocido.
Noté como mi cuerpo se quedaba paralizado por la tremenda impresión, y como un sudor frío me recorría por el cuerpo.
Sentí que mi garganta se llenaba de algodón, y mi corazón se aceleraba como un viejo reloj al que le dan cuerda.
Apenas podía ya respirar. Me desmayé.
Me desperté sobresaltado y aturdido, y corrí de nuevo a la cocina.
Todo estaba quieto y en orden.
Abrí el frigorífico y me aseguré de que las cubiteras estaban bien repletas. Llené un gran vaso de cubitos y me serví una generosa cantidad de mi bourbon preferido.
Me hallaba en aquella fase de ardiente y violenta sed.
Sólo entonces tuve la firme convicción de que mi dipsomanía no tenía cura.
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