Dallas tenía razón. Lo que su abuelo le contó antes de partir hacia Londres era cierto... Mientras silben todo irá bien.
Y ahora, a resguardo, sentado en el inicio del talud que nos separa de ellos, pienso en lo que hablamos, hace apenas una hora, en la barcaza que nos trajo hasta esta maldita playa, oyéndolas silbar.
Temblando de pies a cabeza, con su reseca sangre cubriendo gran parte de mi cuerpo, como una pesada loza encima de mí, recuerdo el contenido de las cartas que me hizo memorizar antes de que nos abandonaran en ésta preciosa bahía que acabamos de convertir en un cementerio. Las mismas que intento palpar bajo mi cazadora, con mis temblorosas manos, confirmando que aún siguen ahí.
La de su chica; esa que me relató mientras le compraba aquel precioso vestido rojo nada más llegar a la vieja Inglaterra. De lo que le encantaría vérselo puesto al pasear juntos por la bella laguna a la que acudían en cada buscada y furtiva ocasión que encontraban. Donde pasaba horas perdido en la profundidad de sus hermosos ojos grises. En la que le prometía volver sano y salvo para casarse y tener tantos hijos como ella quisiera. Esa emotiva misiva de amor eterno.
Y las continuo escuchando dirigirse hacia los soldados que siguen llegando con las suaves olas de esa mar, ahora teñida de rojo, hasta nosotros. La suya no silbó, mientras me contaba que le pedía perdón a su madre por albergar en su corazón aún esperanzas de encontrarse algún día con él. Con el padre que les abandonó cuando apenas contaba con unos días de vida. Al que había seguido la pista hasta Nueva York, antes de que nuestro país decidiera implicarse en éste cruel y estúpido conflicto. Del que reconocía que lo único que compartiría con él, en su vida, era estar luchando juntos por la libertad en la que tanto creían. Eso que ella tantas veces escuchó hasta que fue abandonada.
Y También escuchábamos los cañonazos de nuestros acorazados abrirnos paso y cruzarse con sus inquietantes silbidos, sentados en la barcaza, cruzando la bahía, mientras muchas otras golpeaban la compuerta que nos protegían de nuestro enemigo. Rezando nerviosos, codo con codo, me advirtió que jamás abriera la que iba dirigida a su padre, aunque no lo encontrase nunca. Explicándome que esas palabras escritas eran sólo para ellos, antes de que la compuerta se abriera para recibir una de esas balas que no emitieron ningún sonido hoy, quebrando su joven cuerpo y todas las ilusiones que mantenía hasta un segundo antes.
Sin tiempo para despedidas, sin tiempo para llorarlo, escuchando sus sibilinos silbidos esquivarme mientras otras conseguían su destino en los cuerpos de cientos de jóvenes arrojados a las tranquilas aguas de esta playa, que, a partir de hoy, la historia recordará como el miserable enclave en la que la hemos convertido. Donde los soldados muertos, que no oyeron su susurro, yacen por todas partes o son arrastrados por sus enrojecidas olas.
"Ahora miro al sargento Queens, escudriñando nerviosamente el mapa de la zona, y pienso en si conocerá al padre de Dallas", y, a salvo, al pie de esta rampa, donde el sargento nos ordenará abandonarla en unos segundos, aferrando con fuerza las tres abrigadas misivas, deseo que ninguno de nuestros enemigos, hoy, escuchen su delirante melodía.
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