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¿Sabéis?, Esta mañana me ha llamado Carlota. Estaba nerviosísima, y entre unos tristísimos sollozos y con una descompasada respiración, que casi no entendía lo que me estaba diciendo, me contó que: la semana pasada, su marido Gabriel llegó borracho. Cabreadísimo con el mundo. Gritándole por cualquier cosa, intentando justificar por qué se había tenido que quedar sin trabajo después de tantos años de duro esfuerzo. Que apenas quería escucharla, culpándola a ella también de su repentina mala suerte, por intentar explicarle que no era culpa de nadie haberse quedado en paro. Que tras aguantar una hora de insultos e inconexas frases había empezado a destrozar cosas, acabando por golpearla con el dorso de la mano tras intentar cerrar la puerta donde dormían sus dos hijos. Aquel golpe la desconcertó, incluso después de casi dos horas de aguantar vivir lo que nunca se pudo imaginar por parte del hombre que conocía desde que eran unos críos. Su mente pasaba de intentar disculpar aquella repentina actitud, que achacaba a su ebrio estado, a despreciarlo por no respetar la casa donde descansaban sus pequeños. No dándole importancia a su amoratado ojo, que empezaba a cerrarse irremediablemente.
Que la situación se había prolongado, día tras día, con la misma pauta, que ya los hematomas cubrían gran parte de su cuerpo, culpándola incluso por la enfermedad de su pequeño Guillermo. Blandiendo atropelladamente su puño ante su cara reprochándole la enfermedad congénita que arrastraba su familia desde varias generaciones. Y que había aguantado hasta hoy.
Que cuando la despertó la luz del día, al no verlo en la casa, lo primero que hizo fue rezar, arrodillándose frente a la única ventada de su habitación y dar gracias porque sus hijos estuvieran pasando el fin de semana con sus abuelos en el pueblo, aún a sabiendas que los accesos para la silla de ruedas de su hijo eran inexistentes y que su hermana Mirian tendría que hacer las veces de madre con sólo trece añitos. Que mientras seguía rezando escuchó la puerta de la calle cerrarse de un portazo, haciendo que su columna vertebral y su espalda se tensarán hasta casi no dejarla levantar del suelo para esconderse, pegada a la pared, entre un armario y la cama, mirando el enorme crucifijo que presidía sobre el cabecero. Que al oir, de nuevo, destrozos en la planta baja y la alborotada voz de su marido comenzar a subir las escaleras se aferró al crucifijo como si con ello pidiera a gritos ayuda divina. Y que tras atravesar la puerta de una patada, cerrando los ojos y tras un grito que creyó intuir que salía de su ahogada garganta, golpeo su cabeza con todas las fuerzas de la que fue capaz. Y que ahora yacía inerte, con medio cuerpo sobre la cama, desangrándose sobre la alfombra, mientras que parte de la sangre seguía camino a la ventana donde intentó hablar con Dios Luego, se quedó callada, unos interminables y tensos segundos, mientras la oía respirar forzadamente aunque más calmada.
Que la situación se había prolongado, día tras día, con la misma pauta, que ya los hematomas cubrían gran parte de su cuerpo, culpándola incluso por la enfermedad de su pequeño Guillermo. Blandiendo atropelladamente su puño ante su cara reprochándole la enfermedad congénita que arrastraba su familia desde varias generaciones. Y que había aguantado hasta hoy.
Que cuando la despertó la luz del día, al no verlo en la casa, lo primero que hizo fue rezar, arrodillándose frente a la única ventada de su habitación y dar gracias porque sus hijos estuvieran pasando el fin de semana con sus abuelos en el pueblo, aún a sabiendas que los accesos para la silla de ruedas de su hijo eran inexistentes y que su hermana Mirian tendría que hacer las veces de madre con sólo trece añitos. Que mientras seguía rezando escuchó la puerta de la calle cerrarse de un portazo, haciendo que su columna vertebral y su espalda se tensarán hasta casi no dejarla levantar del suelo para esconderse, pegada a la pared, entre un armario y la cama, mirando el enorme crucifijo que presidía sobre el cabecero. Que al oir, de nuevo, destrozos en la planta baja y la alborotada voz de su marido comenzar a subir las escaleras se aferró al crucifijo como si con ello pidiera a gritos ayuda divina. Y que tras atravesar la puerta de una patada, cerrando los ojos y tras un grito que creyó intuir que salía de su ahogada garganta, golpeo su cabeza con todas las fuerzas de la que fue capaz. Y que ahora yacía inerte, con medio cuerpo sobre la cama, desangrándose sobre la alfombra, mientras que parte de la sangre seguía camino a la ventana donde intentó hablar con Dios Luego, se quedó callada, unos interminables y tensos segundos, mientras la oía respirar forzadamente aunque más calmada.
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