UN DOMINGO TAN "CLARITO"
Por Notsoeasy
Enviado el 02/06/2014, clasificado en Varios / otros
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Clarito llamaban al longevo dueño del único quiosco en funcionamiento en el barrio de Vallecas sur. Clarito, por su pelo blanco como la nieve, la pulpa del coco o el color del equipo de sus amores. Extremadamente rizado, como los congoleños que dormitaban debajo de los aleros de su estanco de revistas desde hacia ya más de un año. Negritos les llamaba él sin ningún miedo a que se ofendieran. Ya que los Bollos, Donuts, y Snack, pasados de fecha, que dejaba en el mostrador externo cuando se iba cada noche, le convertían en el único amigo que les echaba una mano cuando se podía. Y, por el contrario, cuando algún amigo del botellón, pasaba a la altura del quiosco debía mirar si los morenos estaban cerca antes de gritarle, ofensivamente, a Vicente Frau Quevedo, clarito, si no querían salir morados a cachetones. Era una simbiosis atípica que funcionaba a las mil maravillas.
Clarito Llegó, como cada día, a las 5:00h de la mañana, aquel domingo extrañamente caluroso para las fechas que estaban. Comenzó a colocar la mercancía con el ritual de siempre: primero las revistas y la prensa de Deportes (obvio un domingo), luego las del corazón prensa rosa, aunque él las llamaba (Bloody Press) por lo bajini, no quería molestar a la cantidad de féminas que le compraban dicha: Prensa Sangrienta. Luego el tabaco y por fin la bollería. Siempre dejaba para el final los regalos, esas dadivas engañosas que no servían más que para estorbar por todos lados, haciendo que el escueto espacio del estanco se redujera hasta el mínimo. Aderezando, todos esos trabajos matutinos, con las letras de las canciones de su interprete favorito, otro de su club del pelo rizado y bien rizado: Antonio Machín.
La prensa seria la dejaba amontonada a los pies del quiosco, donde los corre, corre, como llamaba a los que tienen prisa aun siendo domingo, la pueden recoger casi sin apenas parar su delirante ritmo de vida.
Clarito, tarareando (dos gardenias para ti) miró su viejo reloj de pulsera antes de extrañarse por no ver a ninguno de los morenitos por los alrededores. Situación muy rara a aquella hora. La bollería no estaba, por lo tanto habían aparecido de madrugada.
Cuando todo estuvo colocado para comenzar a despachar, oyó sonar un móvil. Tan cerca, que miró al suyo para contemplarlo descansar en silencio sobre el montón del MARCA. Además, la música del tono de llamada, lógicamente, no era la suya. Sonaba a música étnica, como la que tanto les gustaba escuchar a Lemhba y a Sunnir, sus dos mejores aliados congoleños. Demasiado cerca, para no escucharlos hablar con sus potentes y pródigas voces.
Clarito se enfundó las gafas que a él le parecían conferirle un aspecto un tanto ridículo, pero que eran tan necesarias para poder devolver las diminutas monedas de céntimo que odiaba hasta el punto de desecharlas en más de una ocasión. Esas gafas que, creía, podían cambiar su sobrenombre por el de Lord Clarito en cualquier momento, mientras seguía oyendo la característica musiquilla étnica excesivamente cerca.
Decidido a averiguar por qué la escuchaba sin percibir la cercanía de sus negritos, salió de la seguridad del estanco, necesitado de respuestas. Al llegar a la parte trasera, la música ya no se escuchaba. Los cartones de tabaco que también les dejaba para que no se sentasen en el húmedo suelo del parque de los príncipes, le advirtieron que alguien podía estar durmiendo bajo ellos. De ahí la musiquilla. Menuda noche pensaría Clarito para no oír aquella música a todo volumen. Y tras dar media vuelta, pensando en dejarles descansar un rato más, volvió a escuchar el móvil. Si, tras las paredes metálicas del quiosco se oía claramente, expuesto al silencio de la noche y con el nivel del volumen a toda pastilla era imposible que nadie no se despertase, incluso con el corazón en la boca.
Y, Vicente Frau Quevedo, presintiendo encontrarse lo que su corazón renegaba encontrarse, apartó los raídos cartones para descubrir a aquel joven, de apenas 22 añitos, con el vozarrón más fuerte que había oído antes a nadie, tan blanquecino y frío como la propia muerte que le había acaecido tan lejos de su hogar, mientras escuchaba la musiquilla que le había hecho bailar, con esos estertóricos movimientos, apenas doce horas antes.
Clarito llamaban al longevo dueño del único quiosco en funcionamiento en el barrio de Vallecas sur. Clarito, por su pelo blanco como la nieve, la pulpa del coco, el color del equipo de sus amores y por la fatiga de encontrar muerto a su amigo Lemhba, a las 5:25h, de aquel domingo tan extrañamente caluroso para la época en la que estaban.
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