Un paisaje del color de la acuarela. La espuma tenue se desliza por los restos sobrantes de una ola ya alejada de la orilla. El mar es transparente con diminutos restos de lo que antes era el pigmento del cielo. Tus huellas, efímeras entre gotas saladas, van dejando un rastro que pasa a ser invisible, de lo que ha sido tu recorrido. En el espacio ocupado por el aire, no hay viento ni brisa, solo humedad. Y las pocas piedras que allí se encuentran, del tamaño de un dedal, crean una tonalidad grisácea digna de una fotografía. Es en esos instantes cuando te preguntas si es posible vivir en un cuadro, si la vida podría ser arte y si es admisible tal deleite de un momento perecedero, como era ese. Ingenua pregunta ante una realidad tan abrumadoramente bella. Caso omiso a lo pensado, tú sigues avanzando, moviéndote entre manecillas de reloj.
En tus manos sujetas una caracola. La elevas a la altura del rostro y te la presionas contra la oreja. Lo oyes, te oyes. El movimiento de tu sangre junto al resonar del mar. Tu vida dentro de un entorno de dibujo.
¿Será ese el sonido de la acuarela?
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