Confidencias de un superhéroe anónimo

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No era lo que podría llamar un superhéroe al uso, de esos a los que estaba acostumbrado a ver en prensa y televisión, y así se lo dijo tras un buen trago de café con leche, «No pareces un superhéroe», haciendo sonreír a su enigmático acompañante.

El destino fijó el cruce de caminos en el polígono industrial más cercano a la ciudad, en la gasolinera Cepsa donde Manolo, transportista desde hacía diecisiete años y dueño de un dieciocho ruedas desde hacía tres,  llenaba el depósito del camión con el tiempo justo para ver a sus dos pequeñas antes de que salieran para la escuela. Tres encapuchados que lo asaltan a punta de pistola; su ángel de la guarda que llega conduciendo un taxi con la luz verde apagada... y el mundo de Manolo retoma su pulso natural en el tiempo que dura un pestañeo. El fugaz salvamento concluyó en el bar situado a la espalda de una pequeña nave industrial pintada de rojo, con una confesión hecha de susurros y miradas cómplice, «Tengo poderes», que Manolo encajó con media sonrisa de incredulidad impresa en la cara.

-¿Y por qué me lo cuentas?

-Porque no eres un bocazas.

-Eso no lo sabes.

-Tengo poderes. Ya te lo he dicho.

Efectivamente, Manolo no era de los que hablaban. Es más, su mujer afirmaba que cuando lo hacía era porque se le había resbalado el labio inferior, escapándosele el aliento y las palabras como a un globo pinchado. Pero el agradecimiento que sentía hacia aquel superhéroe confeso que lo había salvado con tanta facilidad de un grupo armado -«Como si tuviera poderes», recordaba haber pensado en aquel momento crítico-, le impulsaba a intimar más de lo acostumbrado. Además, por qué negarlo, sentía curiosidad,  así que decidió seguirle la corriente, «No pareces un superhéroe», a lo que el otro contestó tras sonreír juguetón: «¿Cómo tendría que ser?».

-No sé... Para empezar. ¿Dónde quedó el uniforme de colores y el emblema... guay?

-No sé coser -fue su lacónica contestación, hincándole una buena dentellada a la tostada con aceite y jamón a la que Manolo había insistido en invitar. Y lo dijo casi con pesar, como si realmente deseara poder cubrirse con un vistoso uniforme a lo Marvel en vez de las ropas que llevaba en ese momento -pantalón, chaleco y botas de senderista (la braga militar con la que se cubría el rostro yacía doblada sobre la mesa), prendas todas ellas anodinas y compradas con seguridad en una de esas grandes superficies dedicadas al deporte-, y lucir en el pecho, usando las palabras de Manolo, un «emblema guay».

-Tampoco hueles como deberían oler los superhéroes. No me imagino a Superman apestando a sudor... Ni con esas ojeras.

-Si nos pinchan, ¿no sangramos? -el desconocido citaba a Shakespeare con cierta soltura, enseñándole a Manolo la imaginaria gota de sangre que brotaba de su dedo índice perforado-. Si nos hacen cosquillas, ¿no reímos?... Tengo poderes,  es cierto, pero alguna vez la gastroenteritis me ha jodido una vigilancia. Hoy por ejemplo -dijo oliéndose teatralmente el sudor de su cuerpo cansado-... Hoy ha sido una noche de lo más movida. Y la mañana no ha empezado mejor. Necesito una buena ducha y al menos ocho horas de sueño.

Sin apenas esfuerzo redujo a una bola de acero inoxidable la cucharilla que descansaba a su lado, mínimo ejercicio de fuerza dedicado a un público difícil que aún no ha caído rendido ante el espectáculo ofrecido. «Fuerza, velocidad,...», enumeraba el extraño con la bolita de metal frente a los ojos hipnotizados de Manolo. «Telepatía... »

-Además, los días nublados puedo dirigir un rayo a voluntad.

-¿Rayos? -preguntó el camionero asombrado, y el extraño le contó aquella vez que ató una docena de rosas a un árbol muerto, de forma que no lo viera la que por entonces era su novia, y que tras un paseo en apariencia errático y una parada teatral dijo algo así como «Que el cielo mande una señal si quiere que nos casemos», e hizo que un rayo impactara en el ramo de rosas, lanzando al aire cargado de electricidad estática una nube de pétalos rojos que quedó suspendida en torno a la pareja. El extraño sonreía evocador, contagiando a un Manolo totalmente entregado.

-¿Por qué me lo cuentas? Es cierto que no soy un bocazas, pero... ¿Por qué lo haces?

-Mi psiquiatra está de vacaciones...

-Tu psiquiatra...

-Necesitaba desahogarme y tú eras el candidato perfecto.

»Verás. No puedo dedicarme a esto a tiempo completo. Tengo mis límites, como tú, y aún así, siento la obligación de abarcar más. Si no fuera por mi psiquiatra, que ejerce de válvula de escape y me ayuda a desconectar, ya me habría vuelto loco. Como la doctora Trujillo.

-Trujillo.

-Sí, bueno... También están los hermanos Mostaza, pero esos llevan unos meses fuera de circulación.

-¿Y tu esposa?

-Ella no sabe nada; no quiero que se preocupe. Hace siempre el turno de noche en el hospital y yo aprovecho para salir con el taxi.

-Tu propio Batmóvil.

-Algo así. Además, con el taxi guardo las apariencias y gano algo de dinero. Este negocio mío no es nada rentable, no vayas a creerte. Nunca hay de recompensa una saca con el símbolo del dólar impreso, como en las historietas de Mortadelo y Filemón.

Miró el reloj barato que llevaba en la muñeca izquierda, la pantallita digital hacia el interior para evitar destellos acusadores, y apuró de un trago lo que quedaba en su taza.

-Ha sido un placer y un desahogo enorme hablar contigo. Y gracias por la invitación.

-No podía hacer menos... Un momento. ¿Cómo te llamas?

-Puedes llamarme... -dijo desde la puerta entreabierta del bar con la voz varias notas más grave, en una buena imitación del Batman de Christian Bale-. Estaba de broma; no pude evitarlo.

»Sólo te diré que cuando entro en acción siempre me animo diciendo entre dientes: «Tenorio en el aire». No significa nada; ni siquiera me llamo Tenorio, pero ese es mi grito de guerra. Es lo mejor que puedo ofrecerte -y se fue sin más en su taxi baqueteado, otro currante anónimo que regresaba a casa tras un largo día de trabajo. Manolo terminó su café ya frío, aún digiriendo las confidencias de aquel superhéroe anónimo que actuaba bajo el grito susurrado de «Tenorio en el aire», pagó la cuenta y llegó en el momento justo en que Leonor salía con las niñas rumbo al colegio, llamándolas con un toque de claxon para que subieran a la cabina.

-Creí que ya no llegabas, cariño.

-Lo siento. Casi me atracan hoy -y metió la primera marcha.

Nada más dijo a su esposa, y ésta no pudo recuperarse en todo el trayecto del susto que le había dado aquel cabezón obstinado y silencioso al que tanto quería. Aún así, no trató de sonsacarle más información. Manolo estaba ileso y parecía extrañamente feliz. Además, Leonor sabía que su esposo no era de los que hablaban. Y no hacían falta poderes, sino diez años de convivencia, para saberlo.

 

B.A., 2.014


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