Siendo los postreros días de un verano inusualmente fresco, no se resistió a darse un último chapuzón de despedida. La mar brava, golpeando con fuerza las verdosas piedras de la costa, no inferían apenas reticencia a aquella escuálida muchacha, subida a la roca más alta. Aquella atalaya prohibida en pocos días, donde las autoridades ya comunicaban, en escuetos panfletos pero con claras advertencias, su decisión de obstaculizar cualquier nuevo salto una vez acabado el verano.
Sus huesudos pies, anclados a la base horadada por otros cientos de valientes saltadores, temblaban de impresión. La altura era considerable y la vista espectacular y magníficamente estremecedora. Incluso desde su base, en las extensas losas que rodeaban la reducida cala que batían las olas con total impunidad, donde se agolpaban casi una docena de bañistas habituales, sabedores de que los más atrevidos se retarían una vez más antes de acabar el verano y de ver impedidos definitivamente sus libres y espectaculares saltos desde La palma del Rey
Todos aquellos ojos la miraban incrédulos, mientras ella intentaba acompasar rítmicamente su respiración con las sincronizadas olas que volvían a la costa en series regulares de tres, seis y seis. Melancólicas desde lo alto, pero armadas y tenaces desde la cota más baja.
Inspirando y espirando un aire enrarecido por el insipiente nerviosismo que la vertiginosa altura hacía presa en todos los primerizos. Mirando al lejano horizonte, allá donde el mar parecía haber muerto, intentando relajar sus tensos y casi inexistentes músculos, pensando en el verano más esquivo de su joven vida: esquivo de amores, de furtivas relaciones o de inagotables fiestas. En aquel verano tan pobre de sensaciones nuevas, de amistades o de trascendentales conversaciones de las que venía en busca cada año, cada verano.
Donde fue abandonada por enésima vez, donde nunca había provocado ningún revuelo respetable de ser contado de boca en boca, donde callara en demasiadas ocasiones, donde su huella se olvidaría tan rápido como eran borrados sus pasos en la fina arena de playa pequeña, de donde, en esta ocasión, no quería irse sin que la recordaran para siempre, tan débil e insulsa, como fuerte y valiente a la vez, pero para siempre.
Contando las olas, mirando a los pacientes pescadores de punta gorda, respirando, observando como era observada, esperando más público y recordando, tristemente, este último verano. Tomó definitivamente la decisión.
Cayendo al vacío mientras se recuperaba la ola que tanto había estudiado, disfrutando del aire en su rostro, oyendo la aclamación de unos desconocidos que la recordarían ya por siempre. Allí, donde vivió su último chapuzón de despedida.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales