Caty con mallas

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Desde mi divorcio vivía un tanto aislado. Sonó el timbre y fui corriendo a abrir la puerta. Estaba esperando a Sonia, mi hija, que venía a pasar el fin de semana conmigo, como otras tantas veces. Me quedé sorprendido al verla acompañada de Caty, una vieja amiga de niñez, actualmente compañera de facultad. No me había dicho nada. Tras el cordial saludo, las acomodé en sus habitaciones y me fui a la cocina. Desde allí oía correr el agua de la ducha, sus risas y comentarios apagados. Después de unos minutos, entraron en el comedor, cambiadas y dispuestas para la cena. Caty llevaba unas ajustadísimas mallas que resaltaban unos firmes glúteos. Su prominente pubis quedaba perfectamente marcado. Una camiseta corta, holgada, dejaba al descubierto sus sinuosas caderas y el vientre, en cuyo centro, el amplio ombligo se replegaba hacia el interior formando un agujero negro sin fondo. Aquella chica era una bomba. Todo su cuerpo estaba lleno de interminables curvas.

Tomé asiento en la mesa. Al sentarse Caty frente a mí se inclinó hacia delante y se abrió su escote dejando entrever sus imponentes tetas que se balanceaban desnudas dentro de la camiseta. Metí una oliva en mi boca y comencé a masticar lentamente. Nunca una simple oliva había activado mis glándulas gustativas de aquella manera y me había parecido tan sabrosa. La saliva brotaba abundante en mi boca y bañaba el fruto que iba masticando con mi imaginación puesta en los bultitos que sus pezones marcaban en la fina tela que acariciaba su pecho. Ella charlaba y sonreía maliciosamente. Se levantaba con la menor excusa para ir a la cocina contoneando sus ampulosas caderas con gestos minuciosamente calculados. Se detenía unos segundos en pie frente a mí para que fijara mi mirada en la carnosa vulva que sus mallas dibujaban a la perfección. Después, se dejaba caer sobre la silla inclinando el busto para que sus tetazas bambolearan semidescubiertas de un lado a otro como dulce gelatina, miraba a Sonia y reían las dos al mismo tiempo. Era evidente que quería provocarme y que había complicidad entre ellas. Mi excitación iba en aumento. Me invadía la necesidad imperiosa de abalanzarme sobre la voluptuosa invitada y clavarle el miembro que bullía aprisionado en mis pantalones, pero era una amiga de mi hija y estaban en mi casa. Disimulaba mi calentura y me mostraba amable, paternal, lo cual las hacía reír e incrementaba sus bromas.

Tras la cena, nos sentamos en el sofá, aunque Sonia no tardó en dar las buenas noches bostezando y se encerró en su habitación. Caty estaba a mi lado, radiante, los ojos brillantes, la mirada intensa fija en mí, sonriente. Tomé un sorbo de mi copa de coñac y se la ofrecí a ella. Cogiéndola, puso sus labios en el cristal y bebió un poco. Sacó la punta de la lengua y recorrió lentamente todo el contorno del borde superior de la copa una y otra vez clavando su iris verdoso en mis dilatadas pupilas. Le arrebaté la copa y la atraje hacia mí. La besé con pasión deslizando mi mano por debajo de su camiseta. Lo había estado deseando toda la noche. El contacto con sus mullidas tetas liberó de inmediato mi torrente sanguíneo hinchando progresivamente mi pene hasta endurecerlo por completo. La presión de los pantalones me obligó a cambiar de posición y a extender mis piernas. Ella lo notó. Desabrochó los pantalones y me los quitó junto con el resto de la ropa. Se desnudó rápidamente, se arrodilló en el suelo, separó mis rodillas y comenzó a acariciarme los huevos con fruición. Agarró la verga tiesa y se la metió en la boca. Lamía, chupaba, masturbaba y volvía a chupar, una y otra vez. Meneaba la polla con fuerza, dentro y fuera de la boca. Se golpeaba con ella los labios, el pecho, los pezones. Estaba completamente salida. La cogí de los brazos y la recosté en el sofá. Separé sus muslos. Coloqué mi cara entre ellos y besé su piel. Levanté sus piernas y las llevé hacia atrás, dobladas y abiertas. Su ondulada vulva, rasurada, se mostraba desnuda y esplendorosa, aterciopelada a cada lado de la raja, el ano prieto y tirante. Le dije que apretara el esfínter y lo relajara a intervalos continuos y regulares. Lo hizo, mientras yo deslizaba un dedo a lo largo de la entrada de su vagina, arriba y abajo. Me detenía en su culo y empujaba ligeramente con la yema siguiendo el movimiento constante de su esfínter. Con la otra mano acariciaba su pubis y lo estiraba hacia el clítoris. De vez en cuando se le escapaba un suspiro. Un hilillo de líquido viscoso iba brotando del interior de su vagina y caía hacia el ano que ella apretaba cada vez con mayor fuerza. Lo recogí con la punta de la lengua y lamí todos los entrantes y salientes que iba hallando entre sus nalgas, ingles y pubis. Ella jadeaba cerrando los muslos a cada lado de mi cara. El olor penetrante y meloso de su coño me embriagaba. Estaba aprisionado entre sus piernas. No podía respirar. Saqué la cabeza y volví a separárselas. Metí la polla dentro de su chocha ardiente y empujé. Ella gimió. Me moví lentamente al principio. Mi capullo recorría toda la longitud de la vagina bañado por el abundante y espeso lubricante que iba brotando de su interior. El roce y vaivén del intruso juguetón la estimulaba tanto que agarraba mis nalgas con sus manos apretándolas firmemente hacia su pelvis para que no se escapara. Imprimí más velocidad. Ella abrió su boca y exhaló sonoramente dos veces hinchando el pecho. Sus mamas danzaban atolondradamente al ritmo de mis embestidas. Me incliné para que mi pecho tomara contacto con ellas y sintiera el roce de sus pezones duros y abultados como pequeños garbanzos. Continué follándola restregando mi pubis contra el suyo. Clavó sus uñas en mi espalda, levantó su vientre y comenzó a mover sus caderas golpeándolas contra las mías. Jadeábamos velozmente. El delirio se apoderó de nosotros. No teníamos el control de nuestros movimientos desordenados, convulsos, sincopados. Mi conciencia dio un salto al vacío cayendo vertiginosamente entre espasmos de placer. El cálido aliento de ella llegaba hasta mi cara. Su rostro estaba enrojecido, su mirada perdida, gemía sin cesar, agitada. Abrazándose como una tenaza a mi espalda, gritó con furia una y otra vez con el cuerpo tembloroso. Apenas podía moverme, pero proseguí empujando mi pelvis contra la suya con insistencia, lamiendo su cuello, sus labios, hasta que el fuego que nos quemaba se fue consumiendo, dulce, suavemente, y nos quedamos inmóviles, exhaustos, empapados de sudor y fluidos, silenciosos.

De repente, la voz de Sonia rompió la quietud. !Vaya juerga, ¿es que no se puede dormir en esta casa?! Me habéis puesto cachonda. Ahora tendré que consolarme yo solita. Un nudo se me hizo en la garganta, me quedé petrificado encima de Caty, avergonzado, sin mirar atrás. Oí cómo llenaba un vaso en la cocina, bebía y volvía a su habitación. El zumbido de un vibrador se clavó en mi cóclea y produjo una descarga eléctrica en todo mi cuerpo. Caty sintió un pequeño chispazo y comenzó a mover las caderas.


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