El sacrificio de Andrea (1 de 2)

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Mi nombre es Andrea, y actualmente, merced a mi padre que es pintor de paisajes y por ende tiene algo de hippi y errante, llevo cursando el último año de la secundaria en una ciudad al norte de mi país. Yo no me parezco en nada a mi padre, por lo que deduzco que todos mis atributos físicos ---piel sonrosada, ojos azules, cabello rubio, espigada, delgada y de contornos y relieves muy femeninos--- se los debo a mi madre, que según mi padre fue una turista alemana que días después de darme a luz murió. Habrán notado la categoría de "atributos" que di a mis cualidades físicas, mas no ha sido por sentimientos de vanidad, sino porque desde que tengo uso de razón siempre he visto posarse en mí las miradas lujuriosas de todo hombre, sin distinción de edad, así mismo las de envidia de las chicas. Ahora, si de murmuraciones varoniles se trata, he sido blanco de todos los inimaginables tipos, desde discretas hasta las más descaradas.

Siempre fui conciente de lo mucho que influía mi presencia, sin importar dónde y en qué circunstancias me hallara, en todo lo que me rodeaba, de especial forma en los varones; pero no es hasta esta edad en que lo he considerado con seriedad y ha despertado en mí una tendencia altruista que desconocía. Todos los chicos de mi clase, sin excepción, buscaban la forma de verse inmiscuidos hasta en mis más triviales asuntos. Como en todo lugar, los había tímidos y otros más desenvueltos. Unos solo se conformaban con contemplarme desde lejos, y los otros pugnaban por sentarse cerca de mí, o me preguntaban la hora, o se esforzaban por parecer graciosos, o quizá presumiendo de sus propinas cuando me disponía a comprar en el quiosco. Solo tres chicos trataron de ir más lejos y eran los de familia más acomodada. Me prestaban sus libros, me conversaban en la hora de receso, e incluso uno de ellos, hijo de un reconocido médico, me invitó a salir. Lo que no sospechaban era lo aburridores, inmaduros y banales que me parecían sus requiebros, y ellos mismos. En fin, todo lo toleraba, todo menos una cosa, tal vez la más insufrible, la forma en que se habían ensañado con José Manuel, "Pepe".

Este era un chico de baja estatura, piel trigueña, cabello hirsuto, sus rasgos faciales recordaban los de las tribus amazónicas, y sus ojos, siempre furtivos a los míos, eran de una marcada timidez. Una vez, por mostrarme solidaria, le pregunté dónde vivía, a qué se dedicaban sus padres, pero solo atinó a sonreír y bajar la mirada. Un día, cuando el profesor aún no venía, empezaron a acosarlo debido a un escrito que hallaron en su cuaderno. Uno dijo: "Uhh...Pepe está enamorado...y no saben de quién...jajaja" Otro: "Lo que no sabe es que a ella no le gustan los aguarunas...jajaja" Un tercero: "Ni mucho menos los indios feos...jajaja" Y un cuarto, entre risas burlonas, mientras los otros sujetaban a Pepe que quería a como dé lugar impedirlo, se acercó y me entregó el papel. Todos quedaron viéndome, esperando que lo leyera, pero no poca fue su sorpresa cuando sin leerlo lo hice trizas y lo boté. Sentí lástima por él y un inmenso repudio por todos los demás, y ambos sentimientos repercutieron en mí de tal manera que no dudé poner en ejecución lo que días atrás ya había concebido, mi venganza y sacrificio.


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