La sombra de la avispa

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La copa anterior aún seguía sobre la barra, cerca de la que tomaba, recordando que llevaba ya más de una, que ya podía dejarlo y volver. Pero no tenía prisa. El resto de clientes ya hacía tiempo que habían abandonado el local. Los vio marchar por el rabillo del ojo y siguió en la misma posición, impávido, ausente, envalentonado por durar más que los otros. El taburete en el que estaba sentado, ligeramente retirado de la barra, para que él se echara sobre ella buscando la posición más confortable; apoyando los brazos y sujetando en una de sus manos la copa a medio beber, con el hielo aún sin deshacer y, en la otra, un paquete casi vacío de cigarrillos Camel. Miraba la copa y después el paquete, dudando si encender otro cigarro o apurar la copa. No quedaba mucho de ella, tampoco más de tres cigarros. Decidió beberla de un trago. Volvió a mirar el dromedario del paquete, el que contradice el nombre de la marca. ¿Qué oculta intención se escondía en ese marketing? La misma imagen, aunque distorsionada como por efecto de un espejismo, indicando “depósito al completo”, le recordó la caratula del disco del grupo homónimo de rock sinfónico. Fue entonces cuando se le vinieron a la memoria aquellas tardes de audición conjunta con sus amigos, frente al Pioneer y sus cuatro cajas acústicas de 100W, con la Fender Stratocaster a las manos, imitando ese sonido que solo él lograba alcanzar a ejecutar, el zumbido de la avispa; por el que consiguió el acertado sobrenombre que le dieron. 'Eran buenos tiempos...' Llamó al camarero y pidió la cuenta, disponiéndose, muy a su pesar por las muestras de impaciencia de éste, a abandonar el local. Era tarde y estaba deseando que se marchase el último cliente. Ese que se resistía embobado mirando, ora aquella cajetilla ora la copa, ora, quizá, el hielo que se derretía. Ese que había estado todo el tiempo aislado, esperando a nadie, sin acercársele ninguna mujer en busca de placer, de dinero (que no parecía tener), o de ambas cosas. 'Pobre hombre. Quizá lo hubiera abandonado su mujer, quien sabe si, precisamente, por bebedor'. Sintió pena por él.

Cobró las bebidas y le devolvió su cambio acompañado de un escueto “gracias señor”. Él hizo un gesto indicando que le sirviera la última copa. “Lo siento amigo, ni una más; debo cerrar ya”, y no se movió de su lado, esperando que definitivamente abandonara el local. Observó como recogía parsimoniosamente las monedas, las guardaba y se dirigía a la salida, lento, pesaroso, caminando en zigzag. El camarero deseó que no tuviera que conducir, y se apresuró a dejar todo recogido para seguirlo y aconsejarle, llegado el caso, que cogiese un taxi; no podía conducir así.

Era una noche fría y oscura. Encendió un cigarro nada más salir del local y el fuego iluminó fugazmente su rostro. Un rostro ajado, arrugado, ojeroso. La nariz inflamada y roja por efecto del alcohol. Soltó una bocanada de humo y se subió el cuello de su gabán mientras, detrás suya, se oía el desagradable ruido de la reja bajada por el dueño, o encargado, del bar de copas. No se veía a nadie por la calle, aunque esto no lo amedrentaba. Volvería andando a su casa, no estaba demasiado lejos. Miró hacia la puerta del local ya cerrado. El camarero seguía allí. Le pareció que le esperaba. ¿Ni siquiera podía quedarse a las puertas? Presionado, comenzó a andar calle abajo, ignorando que aquel tipo hubiera decidido seguir sus pasos. Tal vez fuera ese también su camino.

Dobló la esquina y una chica le asaltó colocándose a su espalda. Corría asustada perseguida por un tipo joven. Recobró un estado algo más sobrio, enderezándose cuanto pudo. “Por favor, ayúdeme”, decía una y otra vez, agarrando sus brazos desde la espalda. Aquella acción no amedrentó al agresor, siguió acercándose, deteniéndose a escasa distancia de ellos. “No te va a servir de nada esconderte tras él, puta” y sacó una navaja. La muchacha no se movió. La corpulencia de aquel tipo era suficiente para crearle una fehaciente sensación de seguridad.

“Amigo, guarde eso” procuró decir con la máxima serenidad y gravedad que pudo. Fue entonces cuando, sin ser visto por la pareja amenazada, apareció el camarero, deteniéndose en seco ante la escena. El agresor debió pensar que dos hombres ya eran demasiados, aunque portase una navaja. Alguien se asomó al balcón por el jaleo. No merecía la pena seguir con aquello. ¡Te encontraré, lo juro! Sentenció. Se dio la vuelta y echó a correr hasta desaparecer por un callejón.

- No puedo... acompañarla a denunciarlo... voy algo bebido... discúlpeme... pero no serviría como testigo- terminó de decir apresuradamente. Sacó una tarjeta con sus datos y se la entregó con la promesa de que podría contar con él en cualquier momento.

El camarero que presenció la escena decidió retrasar su regreso. Quería asegurarse de que retornara a su hogar sin conducir. Contaba con la excusa, y en este caso era verdad, que lo habían obligado a cerrar más tarde... “Un cliente pesado que no respeta la hora de cierre...” '¿Le creería su mujer? Le daba igual...' El tipo lo vio y él se giró despreocupadamente. El altercado había llamado su atención cuando él, “casualmente”, pasaba por allí. No debía ninguna explicación. En todo caso, nunca debía darle a entender que aquella noche se estaba convirtiendo en su especial “ángel de la guarda”...

Sin poder evitarlo tuvo que tomar la dirección contraria. Aceleró su paso. Pretendía coger el vehículo para seguirlo con total intimidad. Giró hacia la calle dónde lo tenía aparcado y miró por el rabillo del ojo a su protegido. Se había quedado inmóvil, esperando. 'Mejor, que se quede ahí mientras salgo'. Cuando reapareció en la avenida el tipo se había esfumado. '¡Mierda! ¿dónde se habrá metido?' Un semáforo se puso en rojo; no podía pararse ahora. Ese minuto, o algo más, era crucial. Atravesó con precaución, a esa hora no se veía un solo coche, y avanzó algunos metros. Un ajetreo en una calle a su derecha hizo que se detuviese. El borracho forcejeaba con un tipo y comprobó que se trataba del agresor de hacía unos minutos. Frenó brúscamente y bajó del coche en dirección a los contendientes, a la vez que gritaba para alertar al vecindario. El tipo levantó su vista del cuerpo que yacía tendido en el suelo, una masa que se movía torpemente, y lo miró durante unos segundos para, a continuación, salir huyendo de nuevo. Venganza consumada.

El camarero se acercó hasta su protegido. Le habían dado una buena paliza y sangraba por la nariz. Sacó su pañuelo y se lo colocó en ella. El borracho agradeció el gesto cogiendo su brazo y mirándolo a la cara; no dijo nada. Tan solo le permitió que lo ayudara a levantarse. Pero le sorprendió que, después, lo llevara hasta su coche y lo introdujera en el asiento del copiloto. Definitivamente, aquella noche, no conduciría, porque de allí fue directo al hospital. El camarero se fue tranquilo. Quedaba en buenas manos y ahora si que tenia la excusa perfecta.


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