Los resquebrajos en la madera oscurecida de la mesa evocaban aquellas tortuosas sendas. Eran entrecruzados senderos que apuñalaban el interior del bosque con un sordo bramido. Se adentraban en los espesos matorrales y abrían el camino a un paradero desconocido. Los suntuosos árboles enmarcaban los atajos ocultos detrás de los ramajes, mientras la suave brisa esparcía las hojas recién caídas. El sol hallándose en su punto más alto contemplaba el paisaje que el bosque le ofrecía, sus ojos de fuego observaban el hermoso escenario que se extendía bajo él. Un panorama tan bello como abrumador. Más allá se distinguía la estepa. Dibujada como un desierto ardiente y nostálgico sin más compañía que los amarillentos arbustos que coronaban la pradera y de las aves que sobrevolaban aquel lienzo color azul, desgarrándolo con las alas. Atravesando aquel océano límpido y claro emprendían su viaje juntas, en bandada. Y poco a poco el sol descendía, despidiéndose y enterrando su llameante rostro en la dolida espalda del horizonte. Y el campo se volvía a iluminar acompañado por la blancura y pureza de su astro, que brillaba arropando el paisaje una vez más, en una noche de sueño.
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