La grulla de papel (cap IV y último)

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IV

 

 

Ocurrió un quince de abril a la noche, yo no estaba bien y la profusa lluvia parecía un óleo del modo en el que me sentía por dentro. Vos lo sabías y te aprovechabas de ello. No parabas de hablarme, no parabas de mirarme fijamente con tus grandes ojos penetrantes. “¡Inútil!”, “¡Enfermo!”, “¡Maricón!”. Te sujeté del pescuezo, te ahorqué, “¿Por qué simplemente no te morís?”, pero solo me devolvías una de tus sonrisas diabólicas, que aún llevo tatuadas en las pupilas.

Un corte de luz me dejó sin aliento; se trataba de un apagón total en el barrio. Llamé por teléfono a la compañía y di mis datos. Me preguntaron si había alguna persona mayor en el hogar, alguna persona menor de cinco años, alguna persona discapacitada y otras preguntas a las que respondí negativamente. Al parecer mis problemas no calificaban como una emergencia, ya que no cuido de mis padres porque están muertos y soy un monstruo social sin hijos; soy, en definitiva, un extraño que vive solo, ¿acaso debo pedir perdón por eso y perecer en la oscuridad?

La grulla me miraba con la misma risa sardónica de siempre. Los relámpagos iluminaban su perfil, su mortal pico parecía un clavo de nueve pulgadas, uno que condenaba mis pecados y me convertía en una efigie para ser maltratada, para ser humillada.

El maldito pájaro soltó una risotada.

¿Acaso mi vida era una comedia? Si fuese una película, ¿cómo la clasificaría? Si fuese un cuento, ¿en qué momento de él me encontraría? Si fuese una canción, ¿a qué género pertenecería?, ¿cuál sería el estribillo?, ¿qué diría la estrofa?

No podía permitir que la grulla se convirtiera en el personaje principal de mi película, yo debía retomar el protagonismo de mi cuento, el estribillo de mi canción debía repetir mi nombre.

Decidí poner fin a las apariciones del abominable personaje secundario haciendo aquello para lo que antes no había tenido el valor suficiente. Esa vez sería definitiva, ese sería el fin de la era del doblegamiento y la vejación, ya no sería más el irrelevante y frágil hombre de papel que ella armaría y desarmaría a gusto.

La grulla reía fuera de sí.

Por un instante rompí el hechizo que me aprisionaba y la saqué a la vereda para lanzarla lejos y así perderla para siempre.

La lluvia salpicaba mi rostro, las gotas me chorreaban, gotas que bien pudieron ser lágrimas. Tiré la grulla bien lejos al medio de la oscuridad que me rodeaba –o tal vez una brisa me la sacó de la mano–. Voló en círculos alrededor de mí, mientras intentaba recuperarla arrepentido. De pronto resbalé y caí –o tal vez me tiré–. Entonces la grulla cayó en la calle y un pequeño río la llevó hasta la alcantarilla, donde giró y me miró por última vez. Su inexpresivo rostro de papel parecía ser un símbolo del significado de ese día, un instante en el cual el tiempo se detuvo, un momento en el que no sabía si reír o llorar, por lo que solo guardé silencio.

Finalmente reaccioné y comprendí que su viaje fuera de mi vida me había liberado y que al fin me reencontraría conmigo mismo.


V

 

Tu viaje. Tu viaje a Japón. Tu estúpido viaje a Japón. A pocos días de tu partida sentía que el tiempo se agotaba. Justo ahora te vas, justo cuando iba a decirte que cada vez que me preguntaste como estaba, te mentí.

Tal vez lo más importante que tenía para contarle a mi hermano fue lo que ocurrió la noche en que perdí a la grulla. No le iba a decir que la perdí, por supuesto, más bien quería hablar con él sobre lo ocurrido a partir de ello.

Luego de perder definitivamente a la figura de origami, empapado, temblando, un poco por frío y otro por nervios, ingresé nuevamente al edificio.

Muchos vecinos salieron al pasillo preocupados por la falta de suministro eléctrico. Entre ellos se encontraba Clara. Se preocupó por mi estado y me acompañó a mi departamento.

Tenía muchas ganas de contarle a mi hermano sobre mi hermosa vecina, sobre lo que pasó aquella noche y sobre otros encuentros que tuvimos luego. Desafortunadamente no nos vimos mucho en esos últimos días y, casi sin darnos cuenta, el día del viaje se nos vino encima.

Mientras esperábamos el horario de arribo, en el aeropuerto de Ezeiza, nos sentamos a beber lo que iba a ser el último café que tomaríamos juntos por mucho tiempo.

En medio de la conversación mi hermano tomó una revista que alguien había dejado en la mesa de al lado.

–Estuve practicando una nueva figura –me dijo–; un dragón.

¡Un dragón! Quedé sin aliento. ¡Un poderoso dragón! Pronto podría exponer con orgullo la imponente figura; un monumento a nuestro lazo, todo un ejemplar del ingenio y la creatividad humana. Un dragón sería el mejor sustituto para esa deprimente grulla, símbolo de mi desmoronamiento emocional y espiritual.

Observé inmóvil a mi hermano durante varios minutos, los minuciosos movimientos de sus manos, la manera en que le iba dando forma a mi dragón. Por momentos se detenía a pensar. Dudaba, imaginaba… No debe ser fácil hacer semejante arte en papel.

Momentos después pusiste la figura terminada sobre la mesa:

–Disculpame. No me acuerdo. Voy a seguir practicando. La próxima vez te hago un dragón.

Pero no te pude disculpar, no pude quitar mis ojos de la nueva grulla que hiciste. Una nueva grulla de papel. Una estúpida grulla de papel.

 

 

FIN


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