Abrió los ojos repentinamente. Reposaba de lado, casi en posición fetal, en la cama. Una cama grande de dos cuerpos.
Aún en la semiinconsciencia, comenzó a levantarse lo más rápidamente que pudo; los miembros levemente torpes y su mente todavía embotada por el sueño dificultaban la sencilla tarea. Sin embargo, una región oscura, profundamente enterrada en su mente, que latía con impetuoso furor, provocaba en Eduardo una inevitable imperiosidad a levantarse de la cama y llegar. Llegar antes de que desapareciera la sensación onírica sin la cual no podría llevar a cabo su trabajo. ¿Trabajo? No era la palabra más precisa. ¿Se podía llamar trabajo a una necesidad vital?
Caminaba por los pasillos de la casa sin necesidad de encender las luces, guiándose por el tacto. Aún se sentía torpe y de vez en cuando su cadera chocaba contra el saliente de una mesa o su codo con el marco de una puerta, pero nada de eso importaba. El objetivo: primeramente el salón. Luego, ya veríamos. De momento, las perspectivas eran buenas: aún se notaba adormilado, y las sensaciones oníricas permanecían en su cabeza, rebotando en las paredes del cráneo casi con frenesí. ¿Llegaría al salón antes de que olvidara el sueño?
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Porque había vuelto a soñar. Solía ocurrir cuatro de cada nueve noches (estimación calculada por él mismo). Soñaba que su hermana, muerta veinte años atrás, tocaba el piano. Él era el único espectador. Vagas sombras y formas sugerían que el enorme auditorio estaba lleno, pero ninguna de ellas llegaba a perfilarse lo suficiente como para que tuvieran más relevancia para el sueño que simples elementos contextuales. Sólo constituían un fondo. Un bosquecillo formado no por árboles sino por personas. Lucía tocaba frenéticamente alguna complicada, recargada y casi matemática pieza de Bach (probablemente la Tocata e fuga). Él no sólo escuchaba, sino era capaz percibir todo el clamor de las notas plasmadas en un pentagrama mental; absorber, respirar honda y placenteramente cada silencio o microsilencio, cada sincopado, cada acorde, cada arpegio, cada combinación de notas, por insignificante o genial que fuese. Y entendía a la perfección cada cambio melódico o armónico. También poseía todas las bases de la teoría musical para entender el propósito de cada grupo de corcheas, cada nota grave, cada trino.
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