Final de la obra y ovación. Los árboles-persona de atrás dan muestras de sensibilidad musical o, tal vez, de alivio porque haya pasado el chaparrón barroco, esa música insoportable por lo densa e intensa. Tras los aplausos, honestos o hipócritas, el auditorio se vacía mientras Lucía, dada la vuelta en el sillín del piano, mira a los ojos a su hermano. Parece interrogarle con la mirada, una mirada entre inquisitiva e implorante.
La sala parece desvanecerse y Eduardo se encuentra frente al piano. Una persona lo observa a su espalda. Eduardo se encuentra tenso, paralizado, siente que la persona que está a su espalda no tiene buenas intenciones.
-Toca.
La voz de Lucía. Eduardo se relaja. Comienza a girarse para mirar a los ojos a su hermana. Para decirle que ha tocado magníficamente, y que tal vez los árboles-persona que anteriormente llenaban la sala son de cerebro brillante pero de alma cenagosa. Mentes cuadriculadas y manos con dinero, pero sin ningún tipo de sensibilidad musical.
-Toca el piano. Ahora.
El tono imperioso de Lucía le hace desistir de girarse. Pero Lucía debía saber perfectamente que Eduardo no sabe tocar, lo que le está pidiendo no tiene demasiado sentido para él.
-No sé tocar.
-Sí que sabes.
Y, en el fondo tenía razón. ¿Cómo era posible? Eduardo sentía que sí podía tocar, que poseía todos los conocimientos, destreza y experiencia para repetir la obra ejecutada anteriormente por su hermana. Pero Eduardo no había tocado el piano en su vida, jamás había recibido clases. De hecho, nunca en su infancia se había interesado por la música, y muchísimo menos por músicos como Bach, Mozart o Schubert.
-Toca.
-Pero
-¡Toca!
Eduardo da un respingo ante la severidad de la voz a su espalda. Y, por fin, toca.
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