Descubre con asombro que es capaz de hacerlo. No sólo es capaz en su mente, no sólo visualiza la música como algo completamente inteligible (cosa ya de por sí extraña), sino que además sus manos y sus dedos dan muestras de una seguridad y un virtuosismo tal vez incluso superiores a los de Lucía. Es casi capaz de ver la música, de olfatearla, de saborearla, en una experiencia brutalmente próxima a la sinestesia total, todo esto mientras la obra es ejecutada con una perfección casi irritante.
Nunca da tiempo a acabar la obra. Después de la introducción y la tocata, justo antes de empezar la fuga, despierta del sueño.
Y, despierto aunque aún semiinconsciente, todo lo relativo al sueño ha desaparecido excepto su pericia como músico. O, mejor dicho, la sensación de tal pericia, un poder irracional que le da a Eduardo la impresión de poder ejecutar complejas composiciones, a pesar de no haber tocado un piano en su vida. Recién salido del sueño, Eduardo aún conserva, o cree conservar, la arquitectura mental de un pianista de conservatorio, tanto a nivel teórico como práctico.
De ahí las prisas por llegar.
Tambaleante, llegó por fin al gran salón. En la oscuridad, sentía el enorme espacio que se abría ante él. Avanzó con pasos cada vez más dubitativos hacia el enorme armatoste levemente iluminado por las estrellas y una luna en cuarto menguante, luz que entraba por el ventanal, suficiente como para que Eduardo ya no tuviera que guiarse por el tacto.
Por fin, se paró delante del piano. Un enorme piano de cola que anteriormente perteneció a sus padres y con el que su hermana Lucía intentó hacer carrera, hasta que su alma fue segada por la parca. Se sentó en el sillín. Levantó la tapa que protegía el teclado. Activó los pedales con los pies. A cada uno de estos pasos preparatorios, sentía como la sensación de poder tocar se iba desvaneciendo. Levantó los dedos, preparado para tocar. En plena madrugada, no necesitaba preocuparse por los vecinos: vivía solo en una enorme casona.
Pero ya había olvidado el sueño. Ya no sentía que podía tocar. ¿Y qué esperaba? Eduardo sabía que su propósito era completamente irrealizable: tocar el piano sin haber aprendido; su experiencia y aprendizaje eran una entelequia producto de un sueño. Cuando se sentaba frente al piano y alzaba las manos, sentía como toda esa arquitectura mental, en el mundo de los sueños sólidamente cimentada, fuera de dicho mundo no era más que un castillo de naipes, que se desplomaba al menor soplido.
Sin embargo, siempre que despertaba de ese sueño lo hacía aún conservando esa sensación de que sí podía, y pensaba que si conseguía llegar al piano antes de que la sensación desapareciese, lograría ejecutar la música con la misma pericia que en el sueño-pesadilla que lo obsesionaba desde hacía diez años. Pero nunca le daba tiempo. Cuando por fin llegaba al salón, notaba como el castillo de naipes comenzaba a tambalearse y, cuando se sentaba al piano, la arquitectura mental de pianista ya se había derrumbado.
Le invadió cierta sensación de furia: hundió con fuerza los dedos rígidos en el teclado, y un estallido de notas para nada armoniosas abofeteó la calma oscura y vacía del enorme salón. Como única respuesta a tal puñetazo musical, una leve estridulación de algún grillo del campo que rodeaba la casa.
Se levantó del sillín y volvió sobre sus pasos, de vuelta a la cama. Una noche más que no lo había conseguido. Nunca le daba tiempo a llegar al piano antes de que el duende de la música se escabullera por entre los entramados caminos y vericuetos de su cerebro para perderse en el mundo que le correspondía: el mundo de los sueños.
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