La anciana que robaba libros de Harry Potter
Huang representaba la primera generación de la familia Hóu nacida en España. Llamado Juanjo por sus amigos oriundos de aquellas lejanas tierras del sur donde finalmente se afincaron sus padres un caluroso cuatro de agosto, recibió su educación en uno de los mejores centros privados de la zona, pues se había fijado que su futuro estuviera bien lejos de la tiranía del pequeño negocio familiar. Pero el Destino es un dios testarudo poco dado a escuchar los anhelos de los hombres, y ya había reservado para el primogénito de los Hóu una meta tan ajena a los deseos de sus padres como podía serlo la librería El perro de Ulises.
Un cartel escrito a mano en el que se requería los servicios de un aprendiz llamó la atención del muchacho. El sonido de una campanilla y dos pares de ojos acompañaron su entrada, y sin apenas ser consciente de ello se encontró solicitando el puesto ofertado, a lo que el viejo librero respondió con un fuerte apretón de manos y un nombre: Ulises.
–Entonces –dijo señalando al viejo perro que dormitaba en el suelo–, éste debe ser Argos.
–Vaya, un joven cultivado: «Allí yacía Argos, el perro, roído de miseria. Y en el acto reconoció a Ulises que se acercaba,…». Aunque, para ser exacto, él es el tercer Argos que acompaña a este Ulises. Y diré en su defensa que es el más limpio de los tres.
»Me caes bien, muchacho. Y a Argos también. El puesto es tuyo.
El aprendizaje de Juanjo comenzó al día siguiente. Con Ulises navegó por los mares de papel y tinta, siempre rumbo hacia la segunda estrella a la derecha y recto hasta el amanecer, aprendiendo los pormenores del oficio de librero. Tres meses más tarde sus padres formalizaban el traspaso de la librería, pues nada era más peligroso que nadar en contra de la corriente del destino, y así fue como un joven de sangre oriental y marcado acento andaluz se erigió propietario de El perro de Ulises.
* * *
Era un día de esos con más clientela de lo habitual. Hacia media tarde, Juanjo reparó en una anciana de inusuales ojos verdes que guardaba en su bolso un libro con total naturalidad. Lo más discretamente que pudo instó a la anciana a devolver el libro, que resultó ser el séptimo tomo de la serie Harry Potter, algo que hizo la inusual ladrona más contrariada que arrepentida. Aún desconcertado, su sorpresa fue mayúscula cuando media hora después allí estaba de nuevo la anciana, y como en un déjà vu el libro volvía a quedar oculto en su bolso. Y para desesperación de Juanjo, y tras amenazarla con la policía, consiguió recuperar por tercera vez el tomo robado una hora más tarde.
Visiblemente afectado por la actitud inexplicable de la anciana decidió charlar con el antiguo propietario, que sabía podría encontrar en un parque cercano disfrutando de los últimos rayos del sol.
–Así que ha vuelto Doña Aurora.
–¿La conoces?
–Tenía entendido que estaba enferma pero, por lo que me has dicho, sin duda era ella.
»Te contaré un cuento. Trágico, sí, pero fascinante. Érase una vez… una joven de pelo cobrizo y ojos verdes llamada Virginia, en cuyas manos cayó cierto día el libro Harry Potter y la piedra filosofal. La chica quedó atrapada al instante por las aventuras del joven mago. Devoraba con ansia los volúmenes que su abuela le regalaba, y justo cuando comenzaba el quinto sufrió un accidente. Virginia murió y su madre, en profunda depresión, se deshizo de todo aquello que le recordaba a hija, libros incluidos.
La anciana, continuó contando Ulises, estaba decidida a leerle a su nieta el resto de la saga. Era indispensable hacerlo a espaldas de su hija y para ello propuso al viejo librero lo siguiente: «Cada día, a media tarde, me llevaré el libro que esté leyendo. Iré al parque que está cerca de la librería y antes de la hora del cierre te lo devolveré». Y así lo hizo l anciana, hasta que cayó enferma recién empezado el último volumen.
–Ahora, por lo que se ve, ha vuelto para cumplir la promesa que le hiciera a Virginia. Entiendo que ha perdido la razón; actúa por impulso y ni siquiera se ha percatado de que El perro de Ulises ya no es mío. Aún así te recomiendo que no hagas nada. Mañana volverá, se llevará el libro y antes de cerrar allí lo tendrás de nuevo, como si nunca se lo hubieran llevado.
Y así ocurrió. Cada día, la anciana sustraía el volumen para devolverlo minutos antes del cierre, y sólo un largo pelo del color del cobre, utilizado como punto de lectura, indicaba que hubiera sido leído. Los días sumaron semanas, y la presencia de la anciana se hizo tan natural como la del viejo Argos, que desde la jubilación del librero iba y venía por la librería a su antojo.
Meses después, una mujer con los ojos hinchados por el llanto se presentó en la librería de improvisto. «Creo que esto es suyo», le espetó a Juanjo dejando ante él un ejemplar de la séptima aventura de Harry Potter, y no necesitó comprobar la pequeña referencia escrita a lápiz con la que marcaba sus libros para saber que aquél era el que Doña Aurora cogía todos los días. La certidumbre cayó sobre él como una pesada loza; Doña Aurora nunca más «robaría» aquel libro.
–Estaba en el bolso de mi madre. No sé como llegó a él… pero no lo quiero en mi casa.
–¿Doña Aurora…?
–Ha muerto… –«Como mi hija», parecía querer agregar, tras lo que salió de la librería envuelta en una nube de lágrimas.
Juanjo deambuló cabizbajo por las calles del barrio con el grueso libro bajo un brazo y el fiel Argos pegado a sus talones, yendo a parar al parque donde la anciana leía para su nieta. Contemplaba ensimismado la portada del libro cuando un ladrido, el primero desde que conociera al viejo perro, llamó su atención hacia la bandada de chiquillos que se sentaban en torno a él como gorrioncillos hambrientos, dibujando una media luna perfecta. Una niña de pelo cobrizo y preciosos ojos verdes, que a Juanjo resultaron familiares, no le quitaba la vista de encima, y al instante supo que era parte de un hecho extraordinario y, lo que era más sorprendente, qué se esperaba de él. Buscó el pelo cobrizo que hacía de señal, se aclaró la garganta y leyó y leyó y leyó, transformando el conjuro mágico que custodiaban sus tapas de cartón.
–«La cicatriz llevaba diecinueve años sin dolerle –leyó, fijando la vista en el pequeño cuerpo de la niña, que empezaba a desvanecerse como el gato de Cheshire–. No había nada de que preocuparse». Y tras apagarse los luceros verdes que fueron sus ojos, un sentimiento de gratitud que era tanto de Virginia como de Doña Aurora alegró el corazón del joven librero.
–¿Volverá mañana, señor?
–Por supuesto –respondió Juanjo al chico de diez años que tenía ante él. No podía ser de otra forma.
B.A., 2.014
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