La amante perfecta (I)

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Decir que Mireia Álvarez dobló la esquina visiblemente preocupada sería una forma suave de decirlo: estaba aterrada. Llegaba tarde a casa. Y ya sabía lo que eso significaba: castigo.

Cruzó el portal y, ya derrotada de antemano, comenzó a subir con piernas cansadas las escaleras. El ascensor llevaba dos meses averiado y la comunidad de vecinos carecía de fondos para arreglarlo.

Cuando llegó al cuarto piso, cargada con las bolsas de la compra, jadeaba y había comenzado a sudar un poco. A pesar de sus veinticinco años, no estaba en forma. Apenas le quedaba tiempo en el día para practicar algún deporte. Soltó las bolsas y consultó su reloj: casi las ocho y media. A las nueve y media debía estar lista la cena. Si no era así, otro castigo.

Buscó las llaves en su bolso. No las encontró. Palideció. Tendría que tocar el timbre.

Así lo hizo. El timbre dejó un eco reverberante. Oyó pasos y movimiento al otro lado de la puerta. Su marido.

Cuando se abrió la puerta, Antonio Ríos contempló a su mujer como quien contempla a un hijo descarriado. Con dos dedos sujetaba las llaves de su esposa. Las agitó y estas tintinearon. Clinc, clinc.

-Te olvidaste las llaves.

-Ajá.

-No estas a lo que tienes que estar.

Mireia pasó adentro, trémula como un pajarillo. Su marido cerró la puerta con una fuerza innecesaria. El ruido la hizo dar un respingo.

-Y para colmo llegas tarde. Quedamos en que debías estar aquí a las ocho en punto. ¿Acaso te va a dar tiempo a preparar la cena?

-Yo creo que sí. Yo…

La mano de Antonio de disparó con velocidad y golpeó con saña en la cara de Mireia. Soltó las bolsas y se tambaleó. La sorpresa competía con el dolor. Mireia no dudaba de que los golpes llegarían. Pero nunca sabía cuando llegaban. El momento preciso. De ahí la relativa sorpresa.

Antonio agitaba las llaves con la mano derecha. Clinc, clinc. Mientras, con la izquierda golpeaba a Mireia.

-¿Crees que me paso el día trabajando para que tú te pases el día tocándote el chocho?

Un golpe brutal. En la espalda. Mireia gimió de dolor.

Clinc, clinc.

-Somos un equipo. Hemos de serlo, pero tú no cumples tu parte.

Golpe. En la cabeza.

Clinc, clinc.

Mireia estaba aterrorizada. El dolor de los golpes se expandía como un foco de calor por su cuerpo. Sólo algo superaba al dolor: el miedo.

-Te olvidas las llaves, llegas tarde. Me preocupas. No pones de tu parte.

Otro golpe.

Clinc, clinc.

Cuando Antonio se cansó de pegarle, le tiró las llaves con fuerza. Impactaron en su muslo derecho. Ya satisfecha su furia cobarde y misógina, fue a darse una ducha. Mireia quedó en el pasillo de entrada al comedor, medio tumbada, derrotada, humillada y terriblemente dolorida. Sollozaba a volumen bajo. Si Antonio la oía sollozar, podían llover más golpes.


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