La amante perfecta (II)

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Enviado el , clasificado en Terror / miedo
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Después de la cena, con sus cervezas de rigor en el cuerpo. Antonio siempre se ponía o bien violento, o bien zalamero. Cachondo. Mireia sobrellevaba siempre mejor el sexo que los golpes.

Los golpes habían empezado tres años atrás, justo después de casarse. Mireia nunca lo había denunciado por miedo. Conocía al dedillo todos los ritmos circadianos de su marido. Esta noche no tocaban golpes. Mireia ya había recibido su dosis diaria de furia machista.

Tocaba sexo. Antonio acariciaba un pecho, y daba besos en el cuello. Mireia no estaba excitada sexualmente. Estaba aterrorizada. Si se negaba… castigo. Y ya había recibido bastante. Sus brazos, espalda y cabeza doloridos aún palpitaban.

Antonio, visiblemente borracho, se desabrochó el pantalón. Tomó la cabeza de Mireia con una mano y comenzó a tirar de ella hacia abajo, hacia su sexo.

Sexo oral. Una mamada. Aquello sí que no. Antonio sabía perfectamente que Mireia no podía soportar el sexo oral. Pero estaba borracho y excitado. Al menos, de momento no estaba violento.

Mireia se resistió. Hacía fuerza con la cabeza. Su cara ya estaba muy cerca del pene. Le llegaban vaharadas del característico olor a pescado.

-Vamos, zorra. ¿Qué te pasa ahora? ¿Quieres acaso que te de otra tunda?

Dos fuerzas contrapuestas. La mano de Antonio hacia abajo, y la cabeza de Mireia hacia arriba.

-Vamos, cari, no me lo pongas tan difícil –Antonio reía mientras obligaba a su esposa, empujando con su mano grande y callosa.

El pene estaba cada vez más cerca. Mireia, desesperada y asustada, intentaba recular. No iba a hacerle una mamada. No. Pero, por otro lado, temía que su negativa enfureciera a su marido, con el consecuente castigo. Le dolía el cuello. Antonio apretaba la cabeza de Mireia, la empujaba hacia abajo con todas sus fuerzas.

Crac.

El cuello de Mireia perdió toda tensión, colgaba inerte. El “crac” había sido perfectamente audible.

Antonio, deseperado, intentaba hacer volver en sí a Mireia, sin éxito. Le buscó el pulso. No se lo encontró. ¿Era posible? ¿Estaba muerta?

Dios mío, pensó, la he matado, creo.

Lenta, pesadamente, borracho de cerveza y brutalmente asustado, se dirigió al teléfono. Mientras marcaba, contemplaba con su rostro ceniciento al (¿cadáver?) cuerpo que yacía en el sofá.

Contestaron al otro lado de la línea. Pidió una ambulancia.


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