Intentaba apretar los labios para enunciar palabras que había preparado para ese único día, pero mi boca continuaba abierta con tan extraña expresión que hasta me pareció que otra parte de mí contenía la respiración, los músculos y mi actuar, temor de no poder pestañear, desesperante inquietud, pánico.
Quizá morí; plasmóse esa idea fúnebre.
Muerte. Resonaba esa palabra como ecos en mi calma conciencia. Por qué tan calma, tan vaga divagaba por mi cuerpo estremeciéndolo de temor y tanta paz que sentí levitar, hasta que finalmente tomé valor para expulsar todas esas letras armadas que irían a representar Todo; todo lo que había dejado aislado en un rincón del corazón, baúl de rencores, valores y sentimientos que entrevueltos habían decidido huir del arresto en que los mantuve por años. En ese preciso instante se despojaron al fin.
Ese extraño impulso había obligado a la imaginación formar un último retrato conmigo; expeliendo en voz baja las gotas de un cálido y ruidoso aliento. La cabeza mirando desde el borde del pie de mi cama hacia la cabecera de aquélla, que en vida llevaba mi nombre, mis gustos, pesadillas, y tatuadas en la retina del alma reconfortantes tardes de sol. Empujaron las manecillas del reloj hasta hacerse exactamente las dos de la madrugada, con treinta y tres minutos y quince segundos, para que finalmente expirará en un último suspiro y me dirigiera en un largo viaje, recorrido de viejas estrellas por el camino lunar de luces tono pastel contrastando con un infinito abismal; aspirando el olor a hierba fresca de jóvenes primaveras. Todo esto mientras el padre labraba una cruz en mi frente y sollozos se escuchaban en aquel tibio ambiente, y en apenas un minuto.
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