Paciente.

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El hielo picado me late entre las sienes y el cerebro.

Estalagmitas perforando mi recuerdo,

Gusanos follándose la carne del melocotón,

Mi mente esnifando fibra de vidrio,

La memoria haciendo ósmosis en las paredes del cráneo,

Matera gris-plastilina hierve, coliflor atrapada en el agua al rojo dentro de un caldero,

Inteligencia inútil, patas de araña intentando subir paredes de acero inoxidable húmedo,

Ojos de bebé leyendo a Proust: jerga médica camuflando, maquillando, consintiendo muerte, dolor, ira…

Los mismos cabrones de siempre: es la cuarta vez que me asomo a la ventana y los niñatos continúan atrapados fuera del bar alborotando con sus copas, su indiferencia, sus intentos de meter la poya en paredes acolchadas de babas calientes.

Hace como una semana que no me afeito, ¿para qué añadir el dolor de una cuchilla vieja? Afeitarse es la mayor mentira que el ser humano ha dado a su varón, la idea de que el vello incomoda, afea, ensucia. El tipo que inventó las hojillas de afeitar debió ser un maricón pervertido, algo así como un pederasta con cierta conciencia o terror de hacer libres sus impulsos y obligó a todos los hombres a tomar cuchillas, aniñar las caras, poder pajearse a gusto con un mundo creado a su retorcida imaginación… Después de todo, la ciudad, la tierra, todo el maldito planeta no es más que una gran navaja de peluquero, dos tijeras gigantes apretando el cuello, amenazando con un tajo que jamás llega, nunca termina de cerrarse, pero se siente igual que un brazo amputado en la guerra: donde hay muñón, un poco del hueso del codo empujando la piel uno crea el fantasma del brazo completo… que asco… que puto asco… somos la única especie tan patética de escoger el dolor por ser normales: cirugías, tiras de cera, corsets, sujetadores, suspensorios, cuchillas de afeitar… un catálogo de utensilios para la tortura siempre en crecimiento con el único fin de convertirnos en normales, aceptados, uno más… cuchillas de afeitar… nos quieren normalizar para que olvidemos lo único que nos hace auténticos… después de todo los pastores le arrancaría los colmillos a una oveja que naciera con mandíbula de leona.

Él lleva nueve noches, nueve días, nueve vidas retorciéndose de dolor sobre la cama de un hospital, un poco de morfina, mínima para no entrar en colapso con los medicamentos de sabe Dios que mierda de enfermedad –cuando te redundan en explicaciones al final entiendes un carajo, simplemente firmas confiando en que le curen- y una celadora gordísima que le acaricia la frente mientras vacía los cubos de basura.

Por mi parte no aguataba más en aquella silla del cuarto del hospital y desde luego no quería caer en la hipocresía de andar sentado en una silla ortopédica al lado de su cama simplemente porque es mi marido, eso nunca, él no lo habría soportado y yo preferiría que me metiesen una sandía por el culo antes que andar por allí agotado, sucio y apestoso solamente para que todos se fijen en mi diciendo lo entregado que soy, lo mucho que lo quiero, jamás lo deja solo… estuve todo cuanto me necesitó, pero esta noche le operan y no va a salir hasta el mediodía de mañana ¿qué pinto en un pasillo desalumbrado mientras él duerme durante casi 15 horas con cientos de tubos conectados a su nariz, corazón, boca? No iba a notar mi presencia más que la de una hormiga, además está en buenas manos con su anestesista, su cirujano, sus enfermeros... No, no quería caer en ese juego del deber-absurdo, el deber-por-el-deber… mejor venirme a casa, ducharme, comer algo, beber una copa o dos o la botella de vino intentando dormir un poco y mañana, entonces mañana, cuando de veras mi presencia surtiera efecto, ir al hospital cuando ya hubiera abandonado el quirófano, apoyarle, andar cerca… la cercanía es una realidad curiosa: oímos más el ruido del cepillo de dientes contra las muelas que el estallido de un bomba sobre el país de turno en guerra, todo porque algunos ruidos nacen desde el interior, están más cerca… Mañana estaré cerca.

Putos niñatos: no me dejarán dormir y este vino es demasiado elegante como para dejarme k.o., su paladar es ligero, dulce, semiseco, su alcohol apenas me hace chispas en la lengua, es como recibir el golpe de un boxeador 60 kilos por debajo de tu categoría.

Tomo las llaves, la chaqueta, preparo la mochila para irme al hospital mañana, cuando realmente me echarían en falta. Me bajo con los críos a tomar chatos de vino con mosquitas sobre el vaso: desde allí saldré para la clínica. 


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