Miedo

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Comenzaron a escucharse los golpes producidos por las gotas de agua sobre el techo de uralita. Cada vez golpeaban con más frecuencia. Era inminente la llegada de la tormenta.

Los olores de la humedad del ambiente se mezclaban con el olor de la vegetación de aquel extraño huerto. Su aspecto no era como los huertos convencionales. No estaba todo plantado de forma calculada respetando los espacios por los que poder caminar. Era salvaje.

Para entrar tuvimos que atravesar una pequeña puerta metálica. Lo primero que ví fue un pequeño patio donde nos recibió un perro con el pelo y los ojos completamente negros. Me asustó mucho pero cuando empezó a mover el rabo y a rodearme entendí que sólo quería jugar. En la parte izquierda, había apiladas maderas de bambú sobre lo que había sido seguramente una casa, aunque apenas le quedaba una pared y el techo, y que ahora servía para guardar un par de vehículos y muchas herramientas. Nos acercamos a un estanque de hormigón cubierto por jacintos de agua. Era hermoso. Tocamos con los dedos la superficie del agua y nos sorprendieron unas carpas. Inmediatamente saqué mi mano del agua aunque después me dí cuenta de lo que eran y me tranquilicé. Justo a su lado comenzaba una especie de sendero hacia la frondosa vegetación que teníamos enfrente.

Continuamos entre los maizales, las calabazas y los limoneros. Fuimos experimentando con cada una de las plantas que ibamos visitando aunque a veces era difícil encontrarlas incluso para su dueño, Omar. Él me las enseñaba y me iba regalando algunos frutos y hojas para que pudiera olerlas. Me daba miedo que algún parásito que estuviera en esa fruta me escogiera como huésped. Lo iba probando pero no disfrutando. Intenté no pensarlo mucho.

Teníamos que caminar con mucho cuidado para no pisar los nopalitos aunque Omar había colocado pequeñas referencias para evitarlo. Yo lo hacía con cuidado pero porque pensaba que en algún momento iba a encontrarme con una serpiente. Miraba a todos los rincones del suelo e intentaba no separarme mucho de él. En ningún momento le advertí de lo miedosa que soy a las culebras aunque supongo que se dió cuenta.

Caminábamos entre los chiles cuando desaparecieron los maices y pude ver un misterioso jardín. También muy poco común. Mi guía me explicaba las leguminosas mientras me enseñaba una vaina de frijol. También me explicó las relaciones simbióticas y por qué eran necesarios animales allí. Dió un salto para pasar a la siguiente zona y enseñarme las flores que por desgracia aun no habían florecido. Me ayudó para pasar con cuidado y no pisar, por ejemplo, las azucenas y los tulipanes. Era como un claro en mitad de un bosque. Por fín estaba completamente relajada. Cuanto más le escuchaba más ganas tenía de que me lo enseñara.

Al fondo comenzaba de nuevo el aspecto selvático. Volvimos a perdernos para encontrar todavía más plantas. Cada una una me parecía más exótica que la anterior. Empecé a disfrutar todo lo que probaba. De vez en cuando miraba de reojo a Omar y me llamaba la atención la pasión con la que me explicaba todo. Pensé en el trabajo y el tiempo que le habría llevado crear algo tan bonito. Él no se daba la menor importancia. Se sentía a gusto y muy feliz haciéndolo.

Fue una gran sorpresa encontrarme de frente con un muro entre todos aquellos árboles y plantas. Fue increíble. Estábamos en un oasis en mitad de la civilización. Omar me explicó que realmente era un jardín. Él quiso que las plantas tuvieran libertad para crecer en el orden y en el lugar que quisieran. Era maravillosa su forma de entender la horticultura y la floricultura.

Regresé a los pocos días. Omar me llamó y me dijo que tenía un regalo para mí. Cuando lo ví me resultó increíble. Me trajo un árbol de pistacho para que lo plantáramos en su jardín. Me parecio una gran idea. Regresamos y cavamos un hoyo. Agarré puñados de tierra y ahí me di cuenta que ya no tenía miedo. Cubrí la raíz con ella y me sacudí las manos sintiéndome muy orgullosa. Fue una gran experiencia.

Empezó a chispear y atravesamos corriendo el huerto. Nos refugiamos en la antigua casa derruida rodeados de gigantes hojas que se iban llenando de agua. Omar salio del refugio para enseñarme a beber el agua de esas hojas. Inclinó una y bebio. Me pidió que me acercara y, mientras me empapaba en solo unos segundos, volvió a inclinarla para que yo pudiera probarlo.


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