Nunca superó la muerte de Duende. Zulema Argos. Cuarenta y tres años. Divorciada. Alta, robusta, pero voluptuosa y femenina. Se compró un perro hace catorce años, dos meses después de separarse y justo un año antes de terminar divorciándose.
El perro en cuestión resultó ser inteligentísimo. Era un pastor alemán blanco como la nieve. Sin pedigrí. Zulema empatizó con él hasta el extremo. Empatía total. La primera vez que lo cogió siendo cachorro en casa del particular que lo vendía (un hombre hosco de hombros peludos y desagradable voz de bajo con anginas), mientras lo tenía entre sus brazos, el perro le pegó un tierno lengüetazo en el dedo índice, y sólo con eso le robó el corazón. Y ahí comenzó todo, la carrera hacia la dependencia emocional de Zulema con el perro. Debido al amor que profesaba a la mitología irlandesa, le puso como nombre Duende. También pensó en ponerle Gnomo, pero le parecía un nombre poco apropiado para un perro, y menos si era un pastor alemán. Gnomo. No le sonaba bien. Duende le caía mejor. Sí, mucho mejor.
Duende mostró ser un perro bastante despierto. Y tierno. Sabía cuando su dueña lo necesitaba. Sabía si debía juguetear para animarla, o si debía hacerse el tierno, lamer la mano de su dueña, dejar que le hiciera caricias en el lomo. Duende sabía que eso relajaba a su dueña. Y a él también le proporcionaba placer.
Cuando iban al parque canino, Duende conocía decenas de juegos y trucos con los que sorprender a su ama o incluso hacerla reír. Además, Duende era grande y fuerte, y Zulema se sentía plenamente protegida con el.
Todos los días Zulema colmaba de abrazos y manoseos a Duende, cosa que a este le llenaba de satisfacción y felicidad.
La empatía fue poco a poco convirtiéndose, tal vez degradándose, en dependencia emocional. En ese clima de dependencia, la muerte de Duende fue un impacto, un golpe potentísimo al centro del universo de Zulema. Entre un problema de huesos y unas fiebres altas de etiología desconocida, Duende abandonó el mundo de los vivos a los catorce años. Zulema no podía soportarlo. Duende era uno de los pilares de su vida.
Por eso mandó disecar a Duende.
Y de ahí que diga que no pudo superar su muerte. Disecar a tu mascota es algo que la mayoría consideraría espantoso, deleznable. Pero Zulema se resistía a la idea de no volver a verlo nunca más. Y lo disecó. Un pastor alemán enorme, blanco como la nieve, inmóvil como una estatua de alabastro, decoraba la pared más visible del salón.
A veces hablaba con él.
-Buenos días, mi Duende. ¿Quién es el perro más guapo? ¿Quién es la cosa más bonita del mundo? Túuuuuuuuuuu.
Le acariciaba donde sabía que le gustaba. En el lomo, el cuello y detrás de las orejas. Duende respondía con la más absoluta inmovilidad. ¿Qué se podía esperar de un perro disecado?
Pero a Zulema le daba la impresión de que Duende aún no la había abandonado del todo. Aún veía un destello de particular inteligencia en sus ojos. Continuaba hablándole y acariciándole, todos los días.
Un día, Zulema pensó que el perro podía tener hambre, y por eso le puso su plato de comida delante. Y un cuenco con agua. Sus sospechas quedaron parcialmente confirmadas al final del día, cuando vio que el nivel del agua del cuenco había bajado, y también había desaparecido gran parte del pienso. ¿Era posible? Zulema no cabía en sí de felicidad. ¡Duende no le había abandonado! Cierto que ya no se movía, ni ladraba, ni hacia cabriolas. Pero permanecía allí con ella. Guardaba la casa. Zulema se sentía segura.
-¿Le gustado la comidita a mi Duende? ¿Síiiiiiii? ¡Ay, como quiero yo a mi Duende! ¡Síiiiiiii! ¡A ti! ¡A ti!
Lo colmó de besos en el cuello.
Pero no todo era un camino de rosas. Una mañana, descubrió en el salón, medio soñolienta, un gran charco de orina y un archipiélago de excrementos.
-¡Perro malo! ¡¿Por qué has hecho eso?! ¡Duende malo! ¡Perro malo!
Como respuesta, muda quietud de Duende. Mientras limpiaba el salón, Zulema entendía que era normal que Duende realizara sus necesidades fisiológicas en el salón. ¡Si no lo sacaba a la calle!
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