Duende era un perro leal y fiel, pero desde que lo disecó, era poco divertido. Su insidiosa inmovilidad aburría a su dueña. Por eso decidió comprarse un cachorro de pastor alemán. Negro esta vez. Como le gustaban los nombres amerindios, le puso de nombre Inca.
Mientras sujetaba a Inca entre sus brazos, se lo mostraba a Duende.
-¿Has visto Duende? Te he traído un amiguito para que juguéis. Se llama Inca. ¿A que vais a ser muy amiguitos. Claro que síiiiiiii
Un día, dos semanas después de traer el cachorro a casa, Zulema estaba en la cocina atendiendo a la lavadora, cuando oyó un grito lastimero, un grito casi agónico, de dolor y desesperación. Zulema fue al salón.
Duende seguía donde siempre, blanco, majestuoso. El cachorro yacía en el suelo en un charco de sangre, completamente inmóvil.
-¡¿Qué has hecho, Duende?! ¡Perro malo! ¡Perro malo!
Era horrible. Aunque lógico. Había leído que los perros eran animales muy jerárquicos, y podían coger celos de otros perros o incluso bebés que llegaran a la casa después de ellos. Pero, a pesar de esa racionalización, a Zulema no dejaba de parecerle horrible lo que Duende había hecho. Dejó de hablarle durante varios días.
Pero no tardó en normalizarse la situación. Zulema superó la muerte de Inca (dos semanas no fue tiempo suficiente para que la empatía derivara en dependencia emocional). Volvió a hablar con Duende, a abrazarlo, a colmarlo de besos. Y, por supuesto, a limpiar todas las mañanas sus orines y sus cacas.
Después de algunos años, Zulema empezó a verse con un hombre. Se conocieron en una página de Internet de contactos para gente de su edad. Es decir, cuarentones. A la tercera cita, Zulema lo llevó a su piso.
El fulano, que se llamaba Joaquín, no pudo evitar fijarse en el majestuoso perro disecado que parecía dominar señorialmente el salón.
-¡Dios mío! Es enorme.
-Se llama Duende. Es decir Zulema se sonrojó-, se llamaba.
-¿Lo mandaste disecar? preguntó Joaquín con un deje de incredulidad.
-¿Algún problema? Zulema no pudo evitar sentirse herida por el sentido implícito de las palabras de Joaquín.
-No, ninguno.
-Es el perro más noble que conocí. Nunca habrá ninguno como él.
Ambos contemplaban al bello, señorial, pastor alemán. Parecía que sus ojos estuvieran aún vivos, dotados aún de ese brillo que da el don de la vida. Un brillo de inteligencia. Joaquín sintió un escalofrío.
Zulema decidió romper el silencio.
-¿Te apetece un café?
-Sería magnífico.
Zulema se fue a la cocina, dejando a Joaquín a solas con Duende. ¿Qué opinaría el perro? ¿Lo aceptaría? Antes de ser disecado, Duende se mostraba muy receloso con los desconocidos.
Cuando volvió al salón con los cafés en una bandeja, vio confirmadas sus peores sospechas. Joaquín agonizaba en el suelo con una gran herida en el cuello. Zulema se arrodilló junto a él. Unos espasmos más, y finalmente murió. Zulema miró boquiabierta a Duende.
-¿Qué has hecho? preguntó casi susurrando- Pero Duende, ¿qué has hecho?
Como única respuesta, la eterna inmovilidad de Duende. Y el brillo de sus ojos.
Zulema comprendió el mensaje.
Nada de perros. Nada de hombres. Solos ella y Duende. Y nadie más.
Y Zulema aceptó las condiciones de Duende.
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Si hubiese habido un observador imparcial y secreto en la casa de Zulema Argos, ¿qué habría visto?
Habría visto como una señora de unos cuarenta años (concretamente cuarenta y tres) hablaba con un perro disecado. Un enorme pastor alemán blanco como el hielo. Habría visto también como la señora daba abrazos al perro disecado. Y besos. Todos los días. Pero habría visto cosas más raras todavía. Habría visto como la señora le ponía al perro disecado un plato con pienso y un cuenco con agua.
Y, más raro aún, vería como la señora comía del plato y bebía del cuenco. Y luego felicitaba al perro por haber tenido buen apetito.
Ese observador imparcial y secreto habría visto también como, a altas horas de la madrugada, la señora meaba y defecaba en el salón. Por la mañana, despertaba y contemplaba la orina y las cacas.
Y le echaba las culpas al perro disecado.
También nuestro observador habría visto cómo la señora traía un cachorro a casa y, dos semanas después, le clavaba un cuchillo de cocina. El observador habría visto cómo, mientras el perro agonizaba, la dueña iba a la cocina y luego volvía. Fingía sorpresa al ver al animal muerto.
Y le echaba la culpa a Duende, el perro disecado.
Y más dantesco aún, nuestro observador imparcial y secreto vería cómo Zulema asesinaba a sangre fría a un hombre, rebanándole el cuello con el mismo cuchillo de cocina con el que mató al cachorro. Acto seguido, va a la cocina, vuelve con una bandeja de tazas de café, y finge sorpresa y horror al ver al hombre en sus últimos segundos de vida, agonizando. Finalmente, el hombre muere.
Y la señora le echa la culpa al perro disecado.
Zulema Argos nunca superó la muerte de Duende.
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