Alter ego. De formal a golfo

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Mi vida a su lado era un sufrimiento continuo. Era extraño comprobar cómo la atracción y pasión iniciales se habían convertido en rutina, aburrimiento y hastío. Cada prenda de ropa tenía que tenderse en el orden, posición y distancia correctos una respecto de la otra. El mantel debía estar centrado y caer en vuelo geométrico perfecto a cada lado de la mesa. Los cubiertos, militarmente alineados. Las opiniones, juiciosamente expresadas. Las relaciones sexuales, moderadamente administradas. De hecho, y en eso coincidía en intención con ella, nuestro contacto físico era cada vez menos deseado, más escaso. A pesar de ello, registraba los bolsillos de mis chaquetas, olisqueaba mis camisas y escudriñaba mis objetos personales buscando cualquier traza que delatara las inexistentes infidelidades que su neurótica personalidad iba tejiendo en su mente. Toda actividad y movimiento que realizaba estaba sometido a su supervisión y superior criterio. Resistía por el amor que una vez le había profesado, pero no podía continuar. Lo medité pausadamente. Sabía que una despedida pacífica y amistosa era imposible. Estaba ausente, puse la mesa con todo el paramento dispuesto al milímetro, como a ella le gustaba, y en el fondo de mi plato vacío una nota cuidadosamente doblada dentro de un sobre perfumado de color rosa: "Adiós y hasta nunca. !Que te follen!"

Dejé mi trabajo en el banco. Me lo había proporcionado su padre poco después de que fuéramos a vivir juntos. Quería deshacerme de todo lo que me ataba a ella. Era joven, alto, atlético y bailaba muy bien. Tenía ganas de desatar mis instintos más primarios y estallar en big-bang. Fijé mi atención en "Punto G", el local más erótico y golfo de toda la ciudad. Me hicieron una prueba. La superé sobradamente.

Se celebraban varias despedidas de soltera. Salí al escenario con las notas de "Sweet Jane" flotando por la sala. Comencé a desprenderme de mis cueros y ropa plateada hasta quedarme con un minúsculo tanga. Las espectadoras agitaban los brazos y gritaban al compás de la música con los ojos brillantes. Me acercaba a ellas bailando, frotando mi pene, menando mis caderas adelante y atrás. Los gritos aumentaban de tono y algunas de ellas se incorporaban para bailar. Me quité lentamente el tanga y lo lancé al aire imprimiendo movimientos circulares a mi pelvis. El miembro danzaba de un lado a otro ante la algarabía general de las espectadoras. Una rubia de larga y abundante melena, maciza, de piel bronceada, se contoneaba en pie mordiendo el labio inferior con cara de éxtasis. Fui hacia ella, aparté su cabello y le acaricié con suavidad el cuello, los hombros, la espalda. La senté en la silla y situé mis atributos a escasos centímetros de su cara. Ella levantó una mano y cogió mis testículos tirando de ellos con la mirada puesta en sus amigas y una mueca de satisfacción en su rostro. Con la otra mano agarró mi pene y comenzó a masturbarlo. La punta de su lengua rozó repetidamente mi glande. Lo introdujo dentro de su boca y comenzó a mamar.

 Era raro que las clientas llegasen tan lejos. Yo me adaptaba al ambiente y a la singularidad de cada momento. Había adquirido una gran habilidad en ello. Cuando se cansó, levanté su falda, le quité las bragas y la tendí sobre la mesa. Una compañera de la casa se acercó rápidamente y me colocó un condón en el miembro. Lo introduje en su vagina e inicié mi acometida. Una de sus amigas se situó a mi espalda. Con las manos en mis caderas, acompañaba mis movimientos, pellizcaba, magreaba mis nalgas. El jolgorio era indescriptible. La follé hasta que quedó abatida con las piernas colgando desde lo alto de la mesa. Me separé de ella y levanté los brazos ante la concurrencia sin dejar de menear la pelvis. Los aplausos fueron atronadores. Al fondo del local, desde la barra, entre un grupo de maduras estucadas de maquillaje y llenas de perifollos, una exaltada leona me hizo una señal que capté enseguida.

Al terminar mi actuación salí a la calle. Una interminable limusina negra de lunas tintadas estaba aparcada enfrente. Abrí la puerta y entré. Las cuatro maduritas fogosas me estaban esperando con sus ligeros vestidos de noche, los labios de color rojo cegador y unas copas de champán en las manos. Tan pronto aquel fasto sobre ruedas se puso en marcha, separé las piernas de una de ellas. Ninguna prenda interior. Coloqué mis labios como una ventosa en la parte superior de su raja y succioné con fuerza el clítoris. Entretanto, las otras tres me iban desnudando. Una lengua se introducía en mi oreja, otra recorría mi espalda, otra se deslizaba entre el surco de las nalgas y humedecía mis testículos. Una mano despellejaba mi polla envarada y la agitaba vigorosamente. Alguien separó mis glúteos, dejó caer saliva en mi ano e introdujo lentamente su dedo moviéndolo en vaivén. Estimuló mi próstata con tal pericia que quedé inmóvil. Un vivo fragor brotó de mis entrañas y se esparció por todos mis tejidos.

Se acariciaban y besaban acaloradamente entre ellas. Una sílfide rubensiana, arrodillada en el suelo, se inclinó desparramando sus orondas tetas contra el asiento. Descorché una botella y dejé caer el champán entre sus monumentales nalgas. Acerqué la polla al esfínter. Empapándola con la espuma chispeante, la metí dentro. Mi abdomen golpeaba sus carnes, que ondulaban en constante marejada de ida y vuelta y se estrellaban cual violento tsunami en mi maltrecho vientre. Mi miembro se desencajaba y tenía que abrirse paso de nuevo entre la profusa chicha hasta lograr introducirse en la vagina. La follé sin tregua ni descanso. Quedó rendida, resoplando.

Desenvainé y me tumbé en el suelo. Otra náyade se colocó en cuclillas sobre mis muslos y acopló la chocha a la pija. Su amiga la besó, relamió sus tetas como un niño el fondo de un plato con restos de dulce de leche y se arrodilló espatarrada posando su almejón en mi boca. Esnifé los intensos efluvios que emanaban de la hendidura y recorrí con la lengua desencajada los viscosos filetes que la cubrían. Su compañera postrera, agarrada a sus tetas, le lamía la nuca y basculaba su pelvis sobre mi pubis. Mi polla rebotaba tiesa en el interior del potorro. Las otras dos ninfas retozaban a mi lado enlazadas en posición de sesenta y nueve. Chupeteaban sonoramente. Una de ellas manoseaba mis huevos. Mi mente empezó a desvariar embriagada por el chapoteo y el roce frenético que las dos amazonas que cabalgaban sobre mí imprimían a mi cuerpo tembloroso. Estaban desbocadas, corrían briosas a galope tendido, jadeantes, compitiendo una con la otra por el primer puesto.

Quedé tendido a solas con mi pene en cuarto menguante. Se abrió la portezuela y asomó la cabeza Patricia, la conductora de la carroza, sonriente, con sus majestuosas mamas sobresaliendo del escote.

-Estoy laminado, Paty-, susurré.

-Relájate, cariño, mami te mima.

Puso en mi boca una aspirina blanca y acercó una copa de champán. Dejó caer parte del contenido de la botella sobre mi miembro moribundo, lo limpió minuciosamente con una toalla, se inclinó y lo rodeó con sus labios carmesí.

Rufus

 P.S. Dedicado a la apasionada nsk

 


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