Nadie lo puede entender

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Javier, a sus cuarenta y ocho años, era un hombre bien parecido, tenía éxito en los negocios, estaba casado y había procreado dos hermosas hijas; además, siempre pasaba sus ratos libres en familia y, Aída, su mujer, no podía quejarse, pues recibía todas las atenciones que una esposa puede esperar, incluido el sagrado cumplimiento marital dos veces por semana.

Sin embargo, había algo extraño en él y es que no podía evitar fijar su mirada en cada mujer hermosa que se cruzaba en su camino; una mirada penetrante e inquietante por el gesto lascivo de su rostro, prácticamente las desnudaba con sus profundos ojos color miel.

Aída le reclamó varias veces por esa actitud y la respuesta de Javier siempre era la misma: "Mujer, es como ver pasar un auto deportivo último modelo, disfruto enormemente verlo, sin ningún interés adicional".

A veces conseguía tranquilizarla, en ocasiones debía proferir argumentos similares hasta calmar la tensión y, las más raras veces, simplemente terminaba por ignorarla y hacer como si nada hubiese pasado.

Al menos eso es lo que aparentaba, porque, en su interior, recordaba cómo desde muy pequeño se vestía con ropa de sus hermanas y sentía estar en el cielo. Abandonó esa práctica luego de que su padre le propinase tremenda golpiza, jurándole que si lo hacía nuevamente se arrepentiría para el resto de su vida.

Y es que, Javier, vivía en un pequeño pueblo del sur de México, de costumbres excesivamente conservadoras, donde la homosexualidad era una depravación imperdonable y punible hasta con la muerte.

En la adolescencia retomó esas prácticas, aprovechando cada ocasión que se encontraba solo en casa. A pesar del pánico que le provocaban las amenazas de su padre, no podía resistir la tentación de sentir en su piel el suave tacto de las prendas íntimas femeninas, así como de vestidos, faldas y blusas.

¿Por qué no nací mujer?, se preguntaba una y otra vez.

Sin importar sus tendencias, se casó a los veinticinco años con la bella Aída y nunca le pasó por la mente el tener relaciones con un hombre, aunque tampoco abandonó ese deseo de ser mujer, ni su afición por vestirse ocasionalmente con ropa de mujer.

Aída notaba lujuria en el rostro de Javier cuando miraba a una mujer, hasta llegó a pensar que lo hacía también con sus hijas y ese era un motivo de discusión constante, era lo único que podía reprocharle al excelente hombre con quien compartía su vida.

Por su parte, Javier, siempre esgrimía el argumento de que era como contemplar una obra de arte y, cuando se deseperaba, terminaba la discusión con un "Es que no me entiendes... nadie me entiende".

Por dentro, lo que quería decir era: "Sí, me excito al mirar a una mujer hermosa, se encienden mis más ardientes deseos, pero no por querer tener relaciones con ella... ¡No, nadie lo puede entender!... en esos momentos, lo que más deseo en la vida es SER ELLA y experimentar el delicioso placer de tener una vagina y un par de hermosos senos".

Javier odiaba saber que sus mejores orgasmos no eran provocados por Aída, siempre fueron más placenteros cuando se autocomplacía, enfundado en ropa íntima de su mujer y se odiaba más a sí mismo por nunca haber superado los prejuicios inculcados en su pueblo.

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Dedicado con inmenso cariño a RC: ¡Sé fuerte, amigo!


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