Olla de sangre (II-final)
Por David G.
Enviado el 07/07/2014, clasificado en Terror / miedo
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-¡Dios mío! exclamó Javier Alcázar- Es preciosa. ¿De dónde la has sacado?
Agustín apenas recordaba cómo había conducido desde la excavación hastaLa Olla.Peroallí estaba. No había pasado por la facultad para dejarla en el laboratorio ni en la sala de restauración. Ni se le pasó por la cabeza. Condujo todo el camino como hipnotizado.
-Le tenía comprada desde el mes pasado. La compré en una tienda de Alchemy mintió Agustín-. Como le has cambiado el nombre al local, me pareció una buena ocasión para hacerte el regalo.
-Es gótica, espeluznante. Me encanta.
-A pesar de tu fijación punk, ¿no te importa un elemento decorativo gótico?
-Por supuesto que no. Olvidas que hay un Gothic Punk. El gothic apareció antes en el punk que en el metal o el rock.
-¿Estás seguro?
-Segurísimo. En cualquier caso, la estatua es una pasada.
-Prueba tocarla.
Manuel alargó un dedo.
-¡Joder, qué fría está! ¿Qué material es?
-Creo que es algún metal niquelado o cromado- Mintió Agustín. Lo cierto era que no sabía nada sobre el origen de la estatua.
Este es un buen lugar. Déjame ahora en paz.
Agustín pugnó con dos sentimientos contrapuestos. Por un lado, no quería alejarse de la estatua pero, por el otro, debía obedecerla. Porque si no obedecía
Si no obedecía, ¿qué? Agustín no dudaba que la estatua albergaba un poder increíblemente grande en su interior.
-Vamos a dejarla pegada a esa pared dijo Javier mientras resollaba por el esfuerzo de ir cargado con la estatua.
Juntos la depositaron en un gran hueco que había entre la máquina de tabaco y la de condones. La estatua tocó suelo con un golpe sordo. ¿Sería maciza o hueca?
Puedes largarte.
Y Agustín obedeció.
Cuando salió del local, le cegó un poco la luz del sol, puesto que el interior del local se hallaba en penumbras. Comenzó a sonar su móvil. Miró la pantalla. Los de la facultad se impacientaban. Ignoró la llamada.
Un gran cansancio se apoderó de él. Decidió irse a casa a descansar. Durante el trayecto, su móvil no paró de sonar.
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Eran las diez de la noche y Javier Alcázar contemplaba desde la barra el espectáculo que se desarrollaba en el escenario. Tocaban Los Hijos Bastardos, un grupo punk relativamente conocido en la zona de Valencia. Tocaban un punk ácido y, cosa curiosa, relativamente glamoroso a pesar del nombre. La cantante, femenina, irradiaba un magnetismo inexplicable, con una cresta elevadísima. Javier vaticinaba que en poco tiempo cogerían más fama y podrían tocar en lugares más espaciosos y con más aforo queLa Olla.
De repente, la cantante dejó de cantar y comenzó a masajear la entrepierna del bajista. Los dos guitarristas empezaron a besarse entre sí.
Javier adoraba esos espectáculos casi dantescos que no ofrecían ni los grupos de metal ni los de rock, sólo los punk eran capaces de eso.
No supo determinar en qué momento ocurrió, pero el público se contagió y el concierto se convirtió, progresivamente, en una gran orgía. Javier veía cuerpos semidesnudos acá y allá practicando sexo en las posturas más soeces que jamás había visto. Javier notó cómo su pene se ponía también erecto.
En medio de la orgía, una mujer se paseaba, se enseñoreaba. Todo el mundo la deseaba, pero nadie se atrevía a tocarla. La parte fría del cerebro de Javier pensó que se parecía increíblemente a la mujer de la estatua. Miró al cacho de pared quedaba entre la máquina de tabaco y la de condones.
La estatua no estaba.
Soy la diosa del caos y la destrucción. Gozad, perros mortales, gozad.
Javier no daba crédito a sus ojos. La estatua había cobrado vida. Ahora era aún más perfecta, toda su anatomía perfectamente formada, incluso las piernas, que ahora sí aparecían perfectamente difereciadas. No iba desnuda. Y no era monocroma, aunque predominaba el negro su túnica y su pelo- y el blanco, que era su piel.
Javier deseaba unirse a la orgía, pero un punto de terror se lo impedía. La estatua había cobrado vida, y Javier parecía ser el único que se había dado cuenta.
La estatua, la diosa, continuaba su paseo en medio de cuerpos parcialmente desnudos, como presidiendo la orgía, una orgía infernal.
Y ahora, ¡aniquilaros unos a los otros!
Aparecieron las navajas de todo tipo, y los punk comenzaron a pincharse entre sí, mientras la diosa reía y reía. Lo que segundos antes había sido una orgía se convirtió en un pandemónium de acero y sangre.
Y, por encima de todo, la risa sobrenatural de la diosa. Una diosa de caos y destrucción, enterrada durante siglos por hombres antiguos, y que había vuelto al mundo de los vivos, de los mortales.
El terror tenía a Javier paralizado. Observó como uno de los punk reparaba en su presencia, saltaba la barra y avanzaba hacia él con una navaja ensangrentada en la mano.
Javier cerró los ojos y aceptó su destino.
Aunque ello no le impidió gritar de dolor.
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Agustín había dormido toda la noche padeciendo pesadillas. Abrió los ojos a las ocho de la mañana.
Y allí estaba, inmóvil, la estatua. No le extrañó verla allí, monocromada, toda negro, de un material desconocido para el hombre.
Ya no tienes nada que temer.
Agustín ya no temió nada. Ella le protegería.
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