- Me los vas enterrando más juntitos, Domingo, que ya no hay lo que viene siendo espaciosidad entre las moradas mortuorias... Dijo Román el lisenciao, municipal del pueblo y encargado de los asuntos del cementerio. - ¡Y no me canturrees mientras metes los ataules en los nichos que la gente se enarbola en demasía, vamos, que se cabrean!.
En efecto tenía la costumbre Domingo Losas, el enterrador del pueblo, de canturrear mientras le daba los últimos retoques a la sepultura. De cuerpo menudo y gesto un tanto adusto, tenía en el rostro un color blanquecino muy en consonancia con la clientela con la que trataba.
Agachado, con el pantalón caído enseñando el principio de sus posaderas, cigarro en la comisura derecha de sus labios, agarraba la paleta de albañil con una mano mientras que con la otra agarraba el pequeño balde de mezcla.
Entre calada y calada iniciaba los primeros acordes de su amplio repertorio que iba desde las canciones más movidas de Bisbal o Chayanne hasta el cante más autóctono de Valderrama o Rafael Farina:
- Bulería, buleríaaaa!-, caladita al cigarro, -¡Salamanca, tierra míaaaa!-, pegote de mezcla a la lápida.
Detrás de él la afligida familia del muerto, hecha un mar de lágrimas, esperaba junto a don Facundo, el cura, a que Domingo terminase su trabajo.
- Hala, niquelao!, ¡de aquí no se mueve éste!, decía Domingo orgulloso mirando a la familia, al tiempo que se colocaba el pantalón. Y remataba la faena tirando la colilla del cigarro junto a la tumba y pisándolo.
- Les acompaño en el sentimiento y siento mucho el dijusto.
Y se marchaba mientras el chirriar de la carretilla servía de acompañamiento al silboteo del enterrador.
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